Lía Masjoan | [email protected]
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Dos graves inundaciones marcaron a Santa Fe en el ingreso al siglo XXI: el desborde del río Salado en 2003 y los 480 mm que cayeron sobre la ciudad en unos pocos días de fines de marzo de 2007. Miles de santafesinos dejaron de disfrutar de las lluvias; las primeras gotas les traían los peores recuerdos. Otros, habitantes de zonas bajas muy cercanas al río, asumieron las crecidas cíclicas como parte de sus rutinas, con todas las dificultades y pérdidas que conlleva cada una de ellas.
Por casualidad, o porque el manejo del agua era el mayor desafío que tenía por entonces la ciudad (y sigue teniendo), ese año dos ingenieros hídricos se disputaron la intendencia de la capital provincial. Debilitado por las críticas y las heridas de una segunda catástrofe en pocos años, Martín Balbarrey no fue reelegido y lo sucedió Mario Barletta. El exrector de la UNL incorporó la gestión de riesgo como política de Estado y una mirada transversal del problema de las inundaciones, que continúa hoy con José Corral. Se priorizaron las obras de desagües por sobre cualquier otra y la búsqueda de soluciones para las familias que conviven con el riesgo. Y aunque la mayoría escapa a los presupuestos municipales, gran parte de los recursos que destinaron la Provincia y la Nación durante los últimos años en la capital provincial, también tuvieron ese destino.
Una década después, en medio de otra crecida de los ríos conjugada con el peor escenario de lluvias frecuentes, hay una muy buena noticia: cada vez menos familias viven con el fantasma del riesgo hídrico en Santa Fe, una ciudad cercada por agua.
Del lado del Salado, sobre el borde oeste, el problema está a punto de resolverse: 20 familias que habitan en La Vieja Tablada, junto al río, recibieron una vivienda digna —con baño, cocina, agua potable, luz eléctrica, aberturas y techo con loza para poder ampliarla en el futuro, si lo desean— en otro barrio que sí tiene una cota segura y está dentro del anillo de defensa de la Circunvalación Oeste. Barrio Jesuitas comenzó a llenarse de familias, como hace unos años ocurrió con las 60 que poblaron Nueva Esperanza Este, en el noreste.
Resolverlo requirió, básicamente, sostener la decisión inicial de que la gestión de riesgos debe ser una política de Estado en Santa Fe. Una prioridad. Y con esa meta, se inició el camino: primero se detectaron terrenos seguros posibles de ser urbanizados para trasladar a las personas. Surgió, así, el banco de tierras municipal, compuesto por varias hectáreas distribuidas en distintas zonas, que mediante diferentes procesos administrativos el Municipio expropió o recibió por donación (resignando deuda impositiva), previa aprobación del Concejo Municipal. Luego, en sólo dos años, se hicieron los proyectos, se llevaron los servicios básicos, se consiguieron los fondos y se construyeron las viviendas. En concreto, se conformaron nuevos barrios.
No todo está resuelto. Los procesos de reubicación llevan varios años. En las márgenes de la Cuenca del Paraná aún quedan algunos puntos vulnerables. La Vuelta del Paraguayo, detrás de los boliches que están sobre la Ruta 168, es el primero que se inunda, incluso antes de que el río toque su nivel de alerta en el puerto. Son 111 familias que eligen ese lugar costero, pero que deben ser asistidas por el Estado en cada crecida. La idea es construir en el mismo lugar 80 viviendas en dúplex, utilizando palafitos, pero la crisis económica puso un freno a los nuevos proyectos. Protegida con una defensa no consolidada, Colastiné Sur es otra zona crítica que espera soluciones: viven unas 180 familias en forma permanente y 60 tienen casa de fin de semana.
Este año, Santa Fe elegirá un nuevo intendente que gobernará hasta 2023. Cambie o no el signo político, la estrategia para disminuir la vulnerabilidad hídrica, que siempre estará latente, deberá seguir siendo una prioridad para planificar el crecimiento con una mirada resiliente, sin incorporar más riesgos que los que la propia naturaleza ya genera.