Por Néstor Vittori
Por Néstor Vittori
Resulta difícil para las generaciones formadas en la modernidad, entender el giro ideológico que proponen las izquierdas a partir del derrumbe del comunismo en el mundo luego de la crisis de la Unión Soviética de 1989/91 y el giro que se produjo en China después de la muerte de Mao bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, que avanzó en la construcción de una economía de mercado capitalista que hoy la proyecta a futuro como primera economía mundial.
En la Argentina, donde es particularmente difícil la articulación de su realidad política y social a partir de la existencia de una grieta que fenomenológicamente representa las vivencias de un realismo mágico, y que solapa a la realidad de numerosas carencias y limitaciones con la imaginación de una realidad inexistente donde todas esas cuestiones se resuelven por la acción nominada de un superhombre (Perón en el pasado) o una súper mujer (Cristina Kirchner en el pasado-presente), que representan el nombre de un significante vacío bajo el cual se transforman las demandas diferenciales de distintos sectores, para unificarse en reclamos equivalenciales bajo el paraguas de la investidura popular.
Sin dejar de homenajear al fantástico escritor de 100 años de Soledad, Gabriel García Márquez, y sin dejar de sonreír ante la descripción de sus personajes así como de sus increíbles acciones y avatares, no podemos dejar de separar el lado exagerado y extravagante de sus modelizaciones protagónicas, que se disparan de la realidad -producto de experiencias singulares o visiones surrealistas- y transforman la vida de sus personajes en una constante lucha entre la realidad y un imposible ridiculizado en el absurdo o en la locura.
Si la política tiene un fin en la capacidad de transformación que tiene sobre la sociedad la acción de gobierno, en tanto tal, tiene una proyección moral que entraña una elección trascendental de los medios a los que recurre para transmitir su mensaje o proyección histórica. Es cierto que muchas veces se enfrenta la contradicción entre la lógica de la responsabilidad y la lógica de las convicciones, y también se elige lo menos dañino en su proyección social, renunciando a la íntima convicción de su pura ética, por una razón práctica que hace prevalecer lo colectivo sobre lo individual.
Pero esta situación, que en todo caso es excepcional, no puede justificar el dibujo intencionado de una realidad inventada desde lo mágico o fantástico, para atraer en su proyección un voto popular, que más temprano que tarde resulta burlado por la imposibilidad de hacer efectiva esa realidad que cae por su propio peso.
El estímulo al voto con promesas demagógicas a un receptor angustiado o desesperado por las carencias o limitaciones que la realidad le impone, es una inmoralidad manifiesta, cuya única explicación reside en una vocación de poder que no se inscribe en las pautas institucionales de la república democrática en su proyección, sino que se constituye en un camino para alcanzarlo, para luego renegar de las limitaciones que entraña la institucionalidad republicana democrática, transformándose en un engendro autoritario primero y dictatorial después, a la medida de los desarrollos opositores, como lo vemos hoy en Venezuela, con Maduro; en Nicaragua con Ortega; y posiblemente también en no mucho tiempo más, con Evo Morales en Bolivia.
Pero esta proyección del populismo demagógico no es nueva, y se inscribe en la contradicción con la modernidad, en la medida en que ésta consagró al hombre individual y a su racionalidad, avanzando en un sistema de regulaciones, garantías y derechos limitativos de la acción del Estado en su relación, de modo de equilibrar las posibilidades de ese hombre, que desde su creatividad, ingenio y trabajo en libertad ya había demostrado su mejor servicio a la vida social.
Frente al producto de la subjetividad individual, de los logros del esfuerzo, de la austeridad y la disciplina, plasmados en acumulación de riqueza, reinversión y multiplicación agregada, base de la lógica capitalista, del nacimiento y desarrollo de la sociedad burguesa, con su cultura y su estética, no tardaron en aparecer los enemigos y transgresores de su orden racional, fundamentando filosófica y doctrinariamente la oposición al individualismo liberal, creando las bases para la contradicción sistemática que representó la concreción del comunismo en Rusia a partir de la revolución de octubre de 1917, y que llegó en su exportación política, a cubrir un tercio de la geografía mundial.
Pero el comunismo, con su planificación económica central, con su gestión estatal y propiedad de los medios de producción, no pudo afrontar con eficacia los desafíos de transformación que a su sistema económico le provocaba la evolución de capitalismo, de la iniciativa privada y en particular las distintas y progresivas etapas de la revolución industrial, llegando a su fin en una crisis sin precedentes a finales de los ochenta y principios de los noventa, cuando se desintegró por la implosión económica de la Unión Soviética.
Hoy no se vislumbra un sistema económico alternativo al capitalismo, ya sea a través de repúblicas democráticas o Estados con gobiernos autoritarios. La transgresión trotskista, que reclama la revolución permanente, con extorsivas movilizaciones populares, no tiene otro destino que entorpecer la vida ciudadana, cuestionar las legítimas representaciones políticas y anarquizar el futuro con pretensiones hegemónicas, supuestamente fundadas en una sospechosa democracia directa alimentada desde consignas autoritarias.