Roberto Schneider
Roberto Schneider
Chiche y Chiquito son dos personajes entrañables. Sus discursos tienen lógica y carga afectiva. Son amigos desde hace mucho tiempo y ambos sueñan con triunfar en grandes escenarios, de Europa primero, de Latinoamérica después o de algunos de los clubes de los barrios santafesinos. Cada uno de ellos es imprescindible para el otro. El arte -tanguero en este caso- los cobija. Uno canta precioso. Y el otro interpreta unas glosas con verba indiscutible, propia del género. El lenguaje que emplean da cuenta del carácter de cada cual y del medio social al que pertenecen. “El clásico binomio”, de Jorge Ricci y Rafael Bruza, estrenada a sala llena en Loa Espacio AGM, gira en torno de la profunda amistad de estos dos personajes que viven deambulando en pensiones de mala muerte. En el inicio del montaje, Chiche va colocando hojas de diario en el piso, tal vez para secar humedades. Las ambientales y las del alma.
Desde el comienzo de la acción, el espectador asiste a un intercambio de anécdotas, bromas y confidencias hechas por estos dos seres en varios días de varios años. Las cartas que reciben de sus familiares darán cuenta del crecimiento de sus hijos. Cada uno de ellos continúa soñando, siempre, con alcanzar un sitial que la vida les va negando. La acostumbrada reacción frente a un futuro que no es amable y los desafíos de la vida es sumamente comprensible. Es lo que les permite continuar soñando en un mundo cada vez más hostil.
Desde la dirección general del espectáculo Federico Kessler acierta en el dibujo de cada uno de sus personajes. Sobre una puesta en escena despojada, con pocos elementos, construye a partir de la interpretación de sus actores la plasmación de la idea de que en el paso por la vida, considerada también como un viaje, ambos personajes quieren ganarse el derecho a no ser marginados. Así lo demuestra cada uno de ellos en planteos y réplicas ingeniosos y apegados a lo cotidiano y a cierta tipología barrial, que los construye. Por momentos las charlas despiertan emociones y recuerdos compartidos, enojos y reproches y también diferencias de criterios expuestos de modo hasta travieso por estos dos tipos que no tienen por qué transitar un camino hacia un final triste.
En la escena, Claudio Paz y Guillermo Frick disfrutan de sus personajes y trasladan ese gozo a la platea. El tono del texto, ágil o pausado, varía según la naturaleza de lo que se va contando y la actitud que adopta cada uno frente a las circunstancias, las del pretérito o las del presente. Por momentos las respuestas sin concesiones de uno se enfrentan con cierto quiebre del otro, pero a ninguno parecen interesarle las grandes formulaciones, otro gran acierto de los autores. La puesta está centrada en esos dos seres que ya en la madurez siguen preguntándose sobre cómo y el porqué de vivir. Cierto pequeño estancamiento en el ritmo no es óbice para que Paz y Frick construyan amorosamente las particularidades de sus personajes, entregando cuerpo y voz de manera excelente.
La totalidad muestra aquel lugar al que los personajes de los autores parece que intentan encaminarse. El tema esencial de este teatro es el de la aventura de un hombre obligado a existir por el lenguaje. Sólo el lenguaje -como en el teatro beckettiano- le confiere categoría de existencia pero, por encima de este lenguaje, como por encima de todo lo que es humano, actúa el tiempo. El tiempo vacía el lenguaje de todo su significado y lo va reduciendo al silencio. Por eso es importante el rescate de “El clásico binomio”. Porque conduce a los espectadores a una metáfora de una travesía inconclusa. Y lo hace con amor.