Roberto Schneider
Roberto Schneider
Pobrecito el conde Drácula. La descubre a Mina, esa bella mujer en quien cree reconocer a la que amó hace mucho tiempo y que él mismo destruyó. Será con ella con quien intentará, en vano, recuperar una historia perdida. De tal modo, el amor puede llegar a transformarse en el esencial eje estructurante de “Drácula, transilvando bajito”, la obra escrita por Federico Kessler y estrenada por Contratelón Teatro en LOA Espacio AGM. Porque el autor no se queda en la superficie y demuestra cómo la riqueza de los arquetipos reside, como en cualquier arte narrativo, en los niveles que subyacen bajo su condición emblemática. Porque el concepto de arquetipo, a pesar de su acuñación platónica apuntando hacia un cielo de ideas preexistentes, remite en realidad a la suma de experiencias cotidianas acerca de la idea de valor, de la belleza o de la soledad y no nace en el cielo, sino en los sufrimientos y goces cotidianos.
Se ha señalado que la grandeza de madame Bovary o de Otelo reside en que su tipicidad social o moral va acompañada de una fuerte originalidad e individualidad que los dota de vida propia y los hace insustituibles. De tal modo, su carácter alegórico -que expresa ideas morales o sociales latentes o pulsiones subliminadas que confieren universalidad a su arquetipo, trascendiendo lo anecdótico del relato- está a su vez encarnado en un sujeto dotado de vigorosa y convincente personalidad real. En su texto, Kessler también elabora con relevancia su versión de “Drácula”, de Bram Stocker, en el que está lejanamente inspirado. Su criatura es el disparador de una propuesta sumamente divertida, con un humor ciertamente delirante, con registros de la dolorosa actualidad política que provocan la carcajada (también el aplauso) de los jóvenes espectadores. Y de los no tan jóvenes también.
Se habla del amor, de la soledad, del poder, de la muerte. Por momentos esos personajes adquieren categoría mítica y los mitos son las almas de nuestras acciones y temores. Sólo podemos obrar moviéndonos hacia un fantasma. Sólo podemos amar lo que creamos... Lo que nuestro espíritu demanda, los orígenes que reclama, no puede dejar de extraerlos y de sufrirlos en sí mismo. Se retrae en sí, emite lo extraordinario.
La dirección del espectáculo lleva la firma del mismo Federico Kessler, quien articula un montaje teatral disfrutable en todo momento. Nada está descuidado, todo es espeluznante -como la historia lo requiere- y armonioso. De algún modo la magia se instala sobre el escenario y el juego y la ilusión se apoderan del espectador. Es inspirada la escenografía del mismo Kessler con fondos de Salvador Ramayo; adecuado el vestuario de Osvaldo Pettinari y son buenas las luces de Salvador Ramayo y el sonido de Federico Louteiro. Y están sobre la escena los actores, que hacen sumamente disfrutable el montaje y que ofrecen todo el fervor necesario. Camilo Céspedes es un Drácula intencionado y brillante, fiel a los mínimos recovecos de su rol, y está muy bien acompañado por Hernán Rosa, Federico Kessler e Ignacio Bellini. Son correctas las interpretaciones de Camila Villalba y Amiel Rodríguez. La sangre, sobre el escenario, está casi ausente. Pero este “... transilvando bajito” provoca que bulla en el espectador, que gana por la experiencia visual y sumamente agradable. Para disfrutar.