(Enviado Especial a San Pablo, Brasil)
Brasil, país por esencia amante del fútbol, le dio la espalda al torneo. Estadios vacíos con escasa recaudación por venta de entradas, fue el corolario de una situación de fuerte desempleo (13 millones de desocupados) y mucha pobreza.
(Enviado Especial a San Pablo, Brasil)
Se va terminando todo. Las luces se apagan, los ecos se acallan, la pelota empieza a sentir cierta nostalgia porque este domingo a las 17, será la última vez que lucirá en ese pedestal de ser la más importante y del que nada ni nadie debiera sacarla. Brasil dejará en unas horas de girar alrededor del fútbol, aunque, en realidad, eso nunca ocurrió en estos 23 días de torneo. Estadios vacíos, cierta indiferencia que no se explica de un pueblo futbolero, sensación de hartazgo y una realidad social que golpea duro en los brasileños: los 13 millones de desocupados y la violencia que ha ganado las calles y cada rincón de este amplio territorio.
Históricamente alegre, feliz, afectuoso, Brasil ha cambiado. Y no precisamente para bien. Mucha gente durmiendo en las calles, en las galerías, ni hablar en las playas de Río de Janeiro, revisando bolsas de basura, residuos y container para encontrar algo para comer, pidiendo limosnas y sufriendo.
La prueba evidente que dejó el fútbol fue eso: no entender cómo un pueblo tan futbolero le pudo haber dado la espalda de semejante forma a esta Copa América. Desde la organización se habló de una concurrencia media de 29.000 espectadores por partido, algo que resulta rebatible a todas luces teniendo en cuenta que se jugaron partidos en los que apenas se contaban entre 7 y 11 mil espectadores, para grandes estadios con capacidades mínimas que orillan los 40.000.
Ya lo explicamos en su momento: en Brasil, la media de asistencia a las canchas es de 45.000 espectadores, algo que ni por asomo se dio en esta Copa. Sin ir muy lejos, basta con reflejar los números del partido que fue catalogado como “la final anticipada”: el que jugaron Brasil con Argentina. Ese día hubo 52.235 personas que pagaron su boleto, 3.712 “no pagantes”, lo cual suman 55.947 espectadores para ver el encuentro más atractivo –casi más que la propia final- del torneo. Esos casi 56.000 no sirvieron para llenar el viejo, aunque mítico y remodelado Mineirao de Belo Horizonte, con un aforo actual para 62.000 personas cómodamente sentadas en un anillo imponente, que de afuera parece viejo, pasado de moda y hasta sin mantenimiento, pero que de adentro se lo guarda y cuida como una verdadera reliquia del fútbol brasileño. Fue un monstruo construido en 1965 y con una capacidad inicial de 105.000 espectadores, algo bastante común en Brasil (en el Maracaná, el día del Maracanazo uruguayo, entraron 199.900 personas). Luego, siguiendo las normas de Fifa (todos sentados) se lo bajó a poco más de la mitad. Pero igual no se llenó. Y eso que jugó Brasil.
Para ser más ejemplificativos aún: en el partido Brasil-Argentina, se recaudaron 18.744.445 reales, lo que quiere decir unos 222.000.000 de pesos nuestros o, a un dólar de 45 pesos, casi 5.000.000 de la moneda norteamericana. Un partido con concurrencia más acorde con lo que, siempre de acuerdo a la Conmebol, fue la media de los partidos, fue el encuentro con Paraguay, también en el Mineirao. Allí pagaron entradas 32.265 personas, con una recaudación de 6.718.000 reales, o unos 78 millones nuestros o 1,7 millones de dólares. Con ese promedio, aproximadamente y multiplicando por los 26 partidos de la Copa, se estaría en unos 45 millones de dólares de recaudación por venta de entradas, si las cuentas no fallan. Como se puede apreciar, no es un ingreso llamativo. El valor de mercado de Messi es 150 millones de euros. No alcanzaría ni para comprar una tercera parte de lo que cuesta.
Y ya que hablamos de Messi, la adoración del pueblo brasileño hacia él es llamativa. Más allá de que lo silbaron cuando su nombre fue mencionado en la previa del partido, cuando por los altavoces del Mineirao se daba a conocer la formación del equipo, hay una reverencia y también un “miedo escénico” antes del partido que se notaba muy fuerte. Había fundamentos: todos pensaban que el gran partido de Messi, iba a ser contra Brasil. Y lo fue, dentro de una actuación muy discreta de él en la Copa, pero la mala fortuna (los tiros en los palos) y los errores arbitrales hicieron lo que debían hacer para ayudar a que Brasil se quede con la victoria.