Por Néstor Vittori
Por Néstor Vittori
La vulgar inocentada de Dady Brieva, reclamando una Conadep del periodismo con motivo del supuesto esmerilamiento de la imagen del gobierno de Cristina Kirchner, producto del reflejo que los medios realizan de todas las denuncias de corrupción, pone de manifiesto el pensamiento primario de una porción importante del denominado “kirchnerismo”, que ve en la actividad periodística una persecución política basada en noticias falsas, que merecen su repudio.
Cualquier persona procesada por corrupción es, en principio y con semiplena prueba, un delincuente, pero si se trata de un kirchnerista, es un perseguido político.
Esta lógica, que no es masiva entre los seguidores de Cristina Fernandez, pero sí bastante numerosa, responde a una concepción autoritaria del poder, de la justicia y de la función del periodismo, que pretenden, se subordine a aquél, sin derecho a la crítica y al juzgamiento de los actos de gobierno reñidos con la legalidad.
Creo conveniente recordar que la libertad de pensamiento y su correlato la “libertad de expresión”, que la mayoría de la gente tiene naturalizada como un derecho humano sin tiempo, tan solo consiguió legitimidad jurídica por medio de lo que se dio en llamar el “constitucionalismo liberal”, surgido de la Revolución Francesa y la Constitución de los Estados Unidos de América en la segunda mitad del siglo XVIII. Nuestra constitución lo acogió en 1853 como derecho y garantía.
Pero este derecho, que para los argentinos tiene tan solo 166 años, surgió de un largo proceso que costó muchas vidas, entre torturas, prisiones y hogueras. Fue un largo proceso de cuestionamiento de las potestades absolutas de los monarcas, que derivaría en la construcción de repúblicas democráticas como las que hoy tenemos en gran parte del mundo, o monarquías acotadas, convivientes con repúblicas democráticas como las que subsisten en distintos países que quisieron preservar sus tradiciones, pero garantizando la concepción liberal de las libertades y derechos fundamentales de los individuos frente al poder del Estado.
La intuición de la actividad periodística como algo peligroso es un viejo prejuicio, que deriva del temor de sentirse observado y que afecta a la mayoría de las personas que no se sienten seguras de la transparencia de sus actos, situación que naturalmente se agrava cuando los mismos se corresponden con una función representativa, como sin duda lo es la función pública, de la cual tienen que rendir cuentas.
Los debates en la Asamblea Nacional de Francia, previos a la aprobación de la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” dan cuenta de fuertes contradicciones donde la libertad de expresión, concebida en esos tiempos como “libertad de imprenta” era para muchos concebida como una actividad peligrosa, que había que restringir mediante regulaciones. Finalmente predominó el criterio de que era mucho más peligroso restringirla, facultando a los gobernantes a su regulación, como había resultado siempre en el “antiguo régimen”, donde el pensamiento distinto, el reclamo justo, o la contradicción a las decisiones del monarca y sus funcionarios, era sinónimo de horca u hoguera.
El art. 10 de la declaración reza: “Ningún hombre debe ser molestado por razón de sus opiniones, no aún por sus ideas religiosas, siempre que al manifestarlas no se causen trastornos del orden público establecido por la ley”.
El art. 11 dice: “Puesto que la libre comunicación de los pensamientos y opiniones es uno de los más valiosos derechos del hombre, todo ciudadano puede hablar, escribir y publicar libremente, excepto cuando tenga que responder del abuso de esa libertad en los casos determinados por la ley”.
Esta concepción, que es uno de los mayores logros de la modernidad, reconoce un único límite, que es la tipificación de conductas en distintas figuras penales contempladas en nuestro derecho positivo, donde la libre expresión es un instrumento para cometerlos.
El prestigioso constitucionalista Dr. Guillermo Gonzáles Calderón, en un trabajo sobre el tema, sostiene que considerar a la libertad de expresión como figura delictiva, sería lo mismo que considerar al revólver como tal. Quien delinque no es la libertad, ni el revólver, sino el que los utiliza para cometer un daño o una tentativa penado por la ley.
Esta metáfora, sirve para identificar la naturaleza de la cuestión. Cualquier libertad o cualquier objeto, pueden ser utilizados para cometer un delito, pero el instrumento no comete el delito, sino la persona que lo utiliza.
Esta cuestión nos coloca en otro plano de análisis, y es el de la prevención de los posibles delitos, donde sin duda se abren dos caminos de pensamiento respecto de la libertad de expresión: el primero, restrictivo, que trata de circunscribirla a aquello que normativamente resulta permitido, lo que nos lleva a un sistema de regulaciones emanadas de la autoridad sea ésta tanto legislativa como ejecutiva y dependiente de su voluntad e intereses; y aquella otra, que considera que poner la regulación de la libertad de expresión en manos de un poder del Estado significa, lisa y llanamente, eliminarla o volverla clandestina motivando persecuciones e injusticias.
Nuestros constituyentes optaron por la opción liberal, garantizándola en el art. 14 y prohibiéndole al Congreso legislar restringiéndola en su artículo 32. Dicha normativa define claramente que nuestros constituyentes optaron por la libertad, aun con sus excesos ante la posibilidad de restricciones normativas, corrientes en los gobiernos autoritarios.
Refrescar estos conceptos, me parece conveniente cuando la naturalización de los derechos y libertades fundamentales de la democracia republicana resultan desvinculados de la memoria histórica y se consideran solamente bienes presentes, que la ignorancia muchas veces oculta de su trabajoso origen.
Considerar a la libertad de expresión como figura delictiva, sería lo mismo que considerar al revólver como tal. Quien delinque no es la libertad, ni el revólver, sino el que los utiliza para cometer un daño o una tentativa penado por la ley.