Luciano Lutereau
Luciano Lutereau
La infancia es un “modo de hablar”. Más allá de cualquier edad, la posición infantil se caracteriza por un modo particular de relación con el adulto: la pregunta. Los niños son seres preguntones. Y en absoluto se trata de que estas preguntas se dirijan de modo concreto (en tanto dichos), sino que su decir tenga la forma de una inclinación por saber, pero no sobre cualquier cosa, sino por ese aspecto más oscuro del otro: su deseo.
Este último aspecto se verifica en lo difícil que es desdecirse con un niño; ellos mismos suelen inquietarse al respecto: “Pero vos me prometiste...”, esto es, el decir toma incluso el estatuto de un acto, como en la promesa; pero mucho más en una situación que casi todos hemos vivido alguna vez: encontramos a un niño en la calle, entusiasmado con algún juguete, y nos acercamos, le tocamos la cabeza y preguntamos: “¿Cómo te llamás? ¿A qué estás jugando?”. Imaginemos por un momento que alguien se acercara a nosotros en un viaje en transporte público, nos tocara y preguntara: “¿Qué estás leyendo?”. Nuestra respuesta sería seguramente la de un rechazo radical. Sin embargo, los niños no rechazan al otro, sino que de forma más o menos inmediata se instalan en una conversación animada y, de hecho, cuando un niño es retraído o tímido produce algún tipo de preocupación. En última instancia, es a los niños a quienes se dice “¡No hables con extraños!”.
Por lo tanto, ¿cómo responder a esta apertura de los niños a la palabra? Pienso, por ejemplo, en el caso de un niño que, luego de que le propusiera dejar de jugar por ese día para concluir la sesión, me dijera: “Pelotudo”. Frente a mi sorpresa ante el insulto, agregó: “Es la primera vez que digo una mala palabra”. En este punto, el insulto valía como don o regalo al analista. Un educador habría reprendido al niño: “Decir malas palabras no es correcto”. Sin embargo, ese insulto ¿no era un juego? ¿Cuántas veces no sabemos adivinar lo que para un niño es una cuestión lúdica?
Hoy en día, existe una crisis del juego en la infancia. No sólo porque los niños pasen más tiempo entretenidos que jugando, sino porque los adultos nos hemos vuelto un poco incapaces de reconocer lo que es un juego. Al reforzar nuestro papel como educadores, que lleva a la obsesión contemporánea acerca de si se están haciendo bien las cosas o no, si se es buen padre o una mala madre, corremos el riesgo de perder de vista que muchas de las conductas desadaptativas de un niño pueden ser una manera de jugar o un malestar pasajero. Es como si de alguna manera la normalidad se nos hubiera vuelto patológica, porque los adultos perdimos la capacidad para sentirnos interpelados por el niño y lo vemos con una mirada objetivadora.
Lo fundamental a la hora de estar con un niño no es saber qué le pasa, sino poder estar con él y ser parte de su escena de juego, que sea el niño con su preguntar quién nos recuerde que estamos ahí para ofrecerle un deseo.
(*) Psicoanalista. Doctor en Filosofía y Doctor en Psicología por la UBA. Coordina la Licenciatura en Filosofía en UCES. Autor de los libros ‘Más crianza, menos terapia‘ (2018) y ‘Esos raros adolescentes nuevos‘ (2019).