Por Néstor Vittori
Por Néstor Vittori
La sorpresiva irrupción de activistas vegetarianos en la pista central de la Sociedad Rural, días pasados, reclamando contra el consumo de carne y la violencia que implica el sacrificio de animales para su consumo, respondido a “cajas destempladas” por los gauchos que exhibían sus prendas en un concurso tradicional de la muestra; es un capítulo más de las distintas agresiones que recibe la actividad agropecuaria en nuestro país, por su condición de pilar de la economía y expresión clara de la vigencia del sistema capitalista en nuestro ámbito económico y social.
La actividad agropecuaria argentina, recibe dos tipos de agresiones: por un lado, de parte de la izquierda -en sus diferentes manifestaciones-, que encuentra en el agro el sustrato más profundo del sistema capitalista, y cuya eficacia productiva impide el acercamiento a las ruinosas “condiciones objetivas para la revolución”, tal como definía Lenin a los factores objetivos previos que posibilitaron la revolución bolchevique de octubre de 1917 en Rusia.
Por otro lado coinciden las operaciones de distintos colectivos reclamantes, financiados fundamentalmente por organizaciones europeas, que tratan de esmerilar las producciones argentinas por su competitividad, a raíz de los menores costos de producción que potencian nuestras ventajas comparativas.
La confluencia ideológica de los veganos que tienen vocación autoritaria con los conceptos de los ambientalistas de Greenpeace en su oposición a los desmontes, coinciden con los de otros representantes del anti patriarcalismo y del anticapitalismo, expresados a través de la protesta en la muestra rural -quizá la exposición ganadera más importante del mundo- y están orientados a condicionar, encarecer o excluir las ventajas competitivas que tiene la ganadería argentina -básicamente pastoril- de costos mucho menores -y con los que es difícil competir- que los de la ganadería exclusivamente confinada, como la europea y en parte la americana y canadiense.
La confesión internacionalista de estos colectivos nos remonta a explorar sus fuentes de financiamiento e inevitablemente nos conduce a sistemas de intereses que reciben el impacto de nuestra competitividad.
Como no pueden explicitar abiertamente su intencionalidad, recurren a estos nucleamientos u organizaciones, que recurriendo al temor o a la sensibilidad popular, como en el caso de sacrificio animal, intentan generar opinión pública adversa a la actividad ganadera o agrícola.
Demás está decir, que si alguien quiere ser vegetariano, está en su pleno derecho, pero algo muy distinto es que los vegetarianos intenten imponer dicha forma de alimentación a todo el planeta, invocando que para comer carne hay que sacrificar animales que sufren.
Una rápida mirada antropológica, nos permite afirmar que el ser humano es omnívoro desde el fondo de los tiempos, y para alimentarse desarrolló la caza con todas sus técnicas, la pesca y la recolección de distintas formas de vegetales.
Hace aproximadamente 10.000 años para satisfacer sus necesidades alimentarias, el hombre comenzó a desarrollar la agricultura y la ganadería pastoril. Esta realidad es común a todos los humanos y nadie puede invocar su desconocimiento, aún en la ignorancia, porque es la historia viva de la humanidad.
Consecuentemente, es muy poco probable que la gestión del veganismo, así como la del ecologismo, sea tan inocente como para pretender cambiar la historia alimentaria de la humanidad en unos pocos años.
Ni que hablar de la dificultad material de hacerlo, ya que implicaría sustituir un gigantesco stock de recursos alimentarios cuyo costo y oportunidad colocaría a buena parte del planeta al borde de la hambruna y de la extinción.
Pero volvamos sobre el sistema de intereses que intenta instalar una mirada prohibicionista sobre nuestras actividades productivas, más allá del veganismo: quizá sea el más ingenuo e inocuo producto de alguna vocación traviesa y transgresora de jóvenes de clase media y media alta, intelectualmente más cercanos al nihilismo que a la problemática de la alimentación y la pobreza.
A los pobres les inquieta comer, sin discriminar los caminos que conducen a su alimentación; están poco interesados en las instancias de producción de la comida que consumen y menos aún en consideraciones sensitivas respecto del sufrimiento animal. Les basta con su propio sufrimiento, que es bastante.
Hay desde hace un tiempo una acción fuertemente orientada a condenar a la ganadería por la emisión de gases de efecto invernadero. Su crítica se centra en el inventario de esos gases, donde se le asigna a la ganadería pastoril la responsabilidad de producir el 18 % del total, lo cual es probable si no se tiene en cuenta el balance que implica la captación de carbono que se produce por la acción de las pasturas de las que se alimenta el ganado. La captación de carbono tiene distinto impacto según las regiones y el tipo de pasturas, pero en Argentina arroja un saldo positivo hacia la actividad ganadera.
Ese balance, comprobado por distintos organismos técnicos como el INTA y el Conicet, constituye el argumento para reclamar un bono de carbono para la actividad ganadera.
Los ambientalistas, que conocen esta información, la niegan, instalándose en su visión el vaso medio lleno, desconociendo malintencionadamente el vaso medio vacío. Acusando a la actividad ganadera pastoril argentina de contribuir al calentamiento global, generan miedo y rechazo en la población hacia esta actividad.
Otro ejemplo de la prédica malintencionada, es la acusación al glifosato de ser cancerígeno. A partir de su inclusión en la lista de productos posiblemente cancerígenos -pero sin comprobación por parte de la Organización Mundial de la Salud- y el castigo judicial producido en EE.UU. a la firma Monsanto por no haber incluido en los marbetes del producto la advertencia sobre la posibilidad de contraer dicho mal si la exposición al mismo se produce en condiciones desaconsejadas.
Los fallos judiciales no manifiestan afirmativamente que la utilización del producto y la exposición al mismo sean causa de cáncer. Pero sí, frente a un caso de cáncer linfático en una persona con uso rutinario de glifosato en su actividad laboral, concluyen la posibilidad de su causa y condenan la falta de advertencia respecto de su uso y la forma de hacerlo.
Los ataques al uso del glifosato a partir del principio de precaución apuntan a suprimir su uso en nuestra agricultura, con lo cual los ambientalistas lograrían por un lado disminuir la producción, en particular de soja y maíz -porque hasta el momento no hay un sustituto ni químico ni mecánico que reemplace el efecto del control de malezas que proporciona el glifosato-, y por el otro encareciendo sus costos, afectando directamente la competitividad.
Cabe señalar, frente al principio de precaución, que hay más de 800 estudios de organismos técnicos internacionales que avalan la inocuidad del glifosato.
Cabe destacar que las tendencias prohibicionistas nunca son inocentes y casi siempre se orientan por un sistema de intereses que las promueven.
Quizá el ejemplo más paradojal, admitiendo que los productos químicos nunca son inocuos en su uso indiscriminado, sea el del DDT, que fue prohibido en el mundo hace varios años, curiosamente después que EE.UU. y Europa erradicaran con su uso la Malaria, cosa que no ocurrió en los países subdesarrollados, como el África Subsahariana y otras regiones del mundo.
Actualmente, en los países de áfrica afectados por malaria, mueren anualmente un millón de niños. Pero además, la falta de control de los distintos mosquitos por el método más eficiente y barato ha permitido el desarrollo masivo de enfermedades como la fiebre del zika, el chikungunya y el dengue que hacen estragos en la salud de esos países.
La Organización Mundial de la Salud ha empezado a reconocer que quizá la prohibición del uso del DDT haya sido un error que ha costado millones de vidas, y ha empezado a habilitar su uso en ambientes cerrados cuyos drenajes no impactan en destinos no deseados.
Por último hay que señalar que tras la prohibición del uso del DDT hubo una fuerte presión de laboratorios que habían desarrollado productos que sustituirían su utilización como los piretroides, más inefectivos y más caros.
Más allá de las objeciones que atacan a la utilización de prácticas y productos -que como toda intervención humana no son inocuas y gratuitas-, hay que pensar en el más allá de las prohibiciones, que en muchas ocasiones defienden de algunos efectos nocivos, pero provocan daños inmensos.
No sea cuestión que por defender las águilas calvas de Estados Unidos, afectadas por la contaminación de algunos peces de los que se alimentan, prohibamos el uso de agroquímicos y mandemos a la muerte a millones de negritos en el África subsahariana y otras regiones.