Nadie lo imaginó. Hoy la Argentina tiene un gobierno al que la ciudadanía le quitó el respaldo más elemental y un ganador que aún no fue elegido formalmente. ¿Cómo se administra semejante abismo institucional, en un país con delicada debilidad socioeconómica y financiera, en el que todavía falta la verdadera convocatoria a elecciones?
El calendario marca que en diciembre termina el mandato presidencial. Nadie puede afirmar que el futuro ya sucedió. Se puede especular que no hay seguridad de que el sol salga mañana; ¿pero qué cálculo posibilístico puede ensayarse sobre la alternativa de que eso suceda?
No hay, para la prospectiva del gobierno nacional, milagro político que pueda modificar el triunfo de Alberto Fernández. No existe especulación alguna en la que se pueda concebir que el candidato del Frente de Todos pueda perder votos para quedar por debajo del 45 % que lo convertirá en presidente el 27 de octubre, en primera vuelta. Por lo demás, los alquimistas nunca encontraron la fórmula; no hubo magia, tampoco la habrá.
Es la primera elección en la que Marcos Peña y Jaime Durán Barba caen en estrepitoso fracaso. Pero no pierden ellos, el que pierde es Macri. Cuando la épica se derrumba, el oráculo carga con las culpas, pero el costo le corresponde a quien convocó sus servicios.
La derrota de Juntos por el Cambio es tan devastadora que hasta el único ganador oficialista, Horacio Rodríguez Larreta en la ciudad de Buenos Aires, podría tener una dura segunda vuelta. La dinámica de lo impensado aún no ha mostrado toda su dimensión.
En el mundo contemporáneo campea un capitalismo al que le importan menos las virtudes republicanas que las reglas estables. Eso se verifica en China con el comunismo, en Rusia con Putin, en Estados Unidos con Trump y en la vieja Europa con el liderazgo alemán, aún con la crujiente UE y el brexit británico. La guerra de grandes potencias es comercial y de capitales.
En el resto de la urbe hay experiencias como la de Bolivia, singular simbiosis de socialismo nacionalista e indigenista, que renegoció su convivencia con los grandes intereses petroleros. También está Maduro, que decidió salirse del mercado.
Y está la Argentina en la que Alberto Fernández ensaya una moderación que es impostada para el kirchnerismo, tratando de aventar el miedo a Venezuela, para que el mercado no lo deje afuera antes de que pueda ganar las elecciones a presidente. La responsabilidad, como bien dijo Axel Kicillof cuando se le preguntó sobre lo que sucederá con el dólar, es del gobierno. Alberto Fernández le pidió a Mauricio Macri que actúe y hable como presidente. Pero el gobierno no ejerce el poder, y la oposición tampoco lo tiene.
¿Cuántos dólares posee el Banco Central para afrontar la remanida crisis? Es relevante lo que haga la autoridad monetaria, y pueden cambiar los ministros. Pero también puede resultar todo inútil. La crisis de confianza necesita una solución política que excede con mucho un cambio de nombres. Y no habrá dólares que alcancen para frenar la caída sin un punto de anclaje en medio del abismo.
¿Puede, por sí mismo el gobierno de Macri, tomar una decisión política cuando las urnas vaciaron su poder? ¿Debe Alberto Fernández intervenir, exponiéndose a desgastes prematuros, cuando no ha sido formalmente elegido? No hay modo de imaginar una salida anticipada, al estilo de Raúl Alfonsín con Carlos Menem. Y nadie quiere el helicóptero, ni siquiera la fracción opositora que lo soñó y alentó, si antes la escena no se estabiliza tras un inevitable y doloroso trauma.
El Banco Central está en condiciones de vender dólares por encima de la “banda de flotación”, cuyo nivel superior está hoy en los $ 50. Pero desprenderse de divisas para contener una corrida cambiaria es tirar plata por la borda, y el gobierno que vendrá no querrá llegar al poder sin reservas. Dejar liberado el tipo de cambio es alimentar la inflación, la recesión y la desesperación social. El dilema es doloroso.
No hay muchas chances de que la salida política sea unilateral, del oficialismo o de la oposición. El FMI manda una misión al país en pocos días más, pero si algo no va a traer son más divisas. Además, la deuda pública argentina con el Fondo representa apenas 16 %. Es cierto que hay otro 33 % de deuda “institucional” (con los propios organismos del Estado) que se puede “manejar” en la crisis, pero un 35 % de la deuda son títulos públicos. El margen del default vuelve a ser muy grande.
Las urnas se llenaron de legítimas necesidades urgentes y comprensibles castigos contundentes. Los mercados se mueven por exclusivo interés. Y la solución no podrá ser sino política. Con mayor o menor trauma social, pero con las instituciones que el país tiene, administradas por los dirigentes que hoy representan el poder. Como dice una frase de moda: es lo que hay.