Un coro de tonos dramáticos reclamaba ayer nomás, desde la tarima política opositora, el congelamiento de tarifas, la rebaja del mínimo no imponible de Ganancias al salario y la quita del IVA a los productos de la canasta básica, porque había muchos argentinos que padecían hambre. Y los hay.
Circunspecto en su propósito, el gobierno nacional sostenía que sin reglas claras no habría inversiones, y que debíamos pagar la nafta y el gas más caros para sostener las inversiones y recuperar la energía que el gobierno precedente regaló irresponsablemente, agotando las reservas para la falsa -efímera- felicidad del pueblo. Y así fue.
Bastó un domingo bien argento para que todo se invirtiera. Convocados por obligación a las internas de los partidos políticos, para salvarlos del canibalismo de dirigentes incapaces de dirimir posiciones por vía razonable, los ciudadanos concurrimos a unas falsas elecciones. Producto de ellas, el candidato opositor quedó -en justo resultado- como virtual presidente simbólico, ungido a nombre de aquellos a los que, en verdad, no les alcanza la plata para pagar las tarifas y comer.
El resultado de esas urnas tan inútiles como decisivas precipitó una culminante epifanía en unos y otros. El gobierno nacional ordenó en su dramática derrota congelar las tarifas (a riesgo de espantar las inversiones), quitar el IVA al pan y la leche, postergar el pago de las facturas del gas y bajar el impuesto al salario. El ingeniero echó mano al populismo.
Insuflados por los mismos votos, los gobernadores y legisladores que reclamaban por la emergencia del pueblo tornaron en brutal giro para defender la suba dolarizada del petróleo, el impuesto al salario insuficiente y la recaudación fiscal a cuenta de un mayor precio en el pan, la leche, la carne.
Demagogia y responsabilidad pulsean según la ocasión en desigual proporción y diverso bando. Los estamentos y corporaciones disputan su legítimo pero excluyente interés; los empleados públicos reclaman la cláusula gatillo, los de la construcción los miran con recelo porque pagarles a ellos es parar las obras públicas, los empresarios reclaman por la asfixia fiscal que financia el desmesurado gasto, los empleados de comercio temen porque baja el consumo, el consumo baja porque los salarios pagan mucho impuesto. Todo eso sin contar a los desocupados.
¿Qué haría falta para que estas fuerzas estamentarias en pugna, toda ellas con buena razón, no hundan el barco? Se diría que para eso están la República, los representantes, los partidos. Pero sus actores están demasiado ocupados en echar culpas, mientras -agazapados- los corruptos aguardan una vez más su ocasión. Entonces unos deciden por otros y lo que la política no puede se le reclama a la Corte. ¿No era que las decisiones políticas no se judicializaban?
Ahora los jueces del máximo tribunal tienen dos versiones en la balanza. De un lado están los que tienen hambre, beneficiados por las medidas nacionales inconsultas; del otro las provincias, que agitan el fantasma detrás de “la paz social” si el gobierno federal no les devuelve lo que les recorta para darles a los que menos tienen. Los que estaban de un lado están del otro; reman cada uno en el sentido de su respectivo antecesor, en dirección contraria respecto del otro, en una nave llamada Argentina.
El resultado de esas urnas tan inútiles como decisivas precipitó una culminante epifanía en unos y otros.