Carlos Mario Peisojovich (El Peiso)
Carlos Mario Peisojovich (El Peiso)
Sueño con máscaras griegas, de otros yo, del alter y del ego, que mutan, se ríen y lloran, se disfrazan de lo que no son y actúan de lo que deberían ser. Hay que seguir el argumento, el guion estudiado, la postura del cuerpo en el lugar correcto que fue largamente ensayado, las palabras, los silencios, las miradas, todo tiene que estar en el lugar que debería estar. La magia comienza cuando todo se llena muchos “shhhh”, de infinidad de toses inoportunas y silenciadas rápidamente, de los últimos crujires de envoltorios, de últimos acomodos de asentaderas en sus asientos; la mirada fija en el aterciopelado telón -en el mejor de los casos- y la blanquecina luz fija de un cañón de luz alumbra el escenario aún vacío (en apariencia). Se cuelan por algún lugar los sonidos de un sonidista parapetado en su trinchera de tañidos. La ansiedad recorre a los espectadores, que afinan el oído, y confirman que la ansiedad también fluye detrás de la cortina, pasos apagados, susurros que se multiplican de eses, y el deseo de muchas heces...
Aquí hago un apartado. La costumbre de desear “mucha mierda” en el teatro es sinónimo de desear mucha suerte, ya que en los siglos en donde la gente rica se movía en carros o carrozas tiradas por caballos y asistían a los teatros y/o espectáculos, más bosta quedaba en las adyacencias, o en la entrada misma, o sea: Más ricos = más caballos = más mierda. Aquí, el orden de los factores sí altera el producto.
Prosigo. Hay movimientos en la cortina divisoria, sombras móviles, fantasmagóricas figuras van dando movimiento a la casi absoluta oscuridad, el casi silencio se vuelve mutismo.
Del otro lado, el andar del peregrino de las tablas y vodeviles, el andariego de tablas lustradas y de escenarios de polvo, el actor de mil personajes se alista, ya caracterizado pispea a través del lienzo de terciopelo, ya maquillado y disimulado, el veterano artista mira con ansiedad de primerizo, la taquilla del día, y concentrado a su vez, se mimetiza en lo que está por venir. Tum - tum tum. Parpadeo de luces. Que empiece la función.
Las luces se apagan y se me iluminan los recuerdos. A principios de los años setenta, yo me encontraba haciendo radio por LT 9, la Nueva Nueve, donde emitíamos junto al Negro Albornoz “El mundo del Disc-Jockey”, era en esas emisiones que iban de 21 a 24 horas, donde yo desplegaba múltiples voces, personificando y haciéndoles decir lo que con mi voz “auténtica” no podía decir. Era un juego, mi histrionismo exagerado y desvergonzado encontraba en esas personificaciones una forma de consolidar y revelar el pensamiento paralelo; las cómicas salidas; el doble sentido; el desfile incesante de personajes fueron una marca, que aún llevo como parte de equipaje.
Fue gracias a algunas de esas emisiones que en algún encuentro fortuito con Rubén “Chiry” Rodríguez Aragón, nuestro amado actor y director santafesino, se acercó hasta la mesa donde yo estaba y me dijo sin eufemismos: “vos tenés que hacer teatro”.
Y así fue, hice teatro. Puse mi cuerpito de animador, de gracioso ejecutante de otros, de histriónico auto adulador, de carne de escenario... No me considero ni me consideré nunca un artista, solo jugué a ser otros, y tuve la suerte y el orgullo de compartir escenarios con personas; actores; directores; actrices; músicos; escenógrafos; fotógrafos; técnicos y productores de la cultura y el teatro que me nutrieron de tantas experiencias, historias, risas, llantos, emociones y un sinfín de anécdotas. Mi incursión en el teatro autóctono me dejó muchos amigos.
En ese juego que jugué de joven, “Juan Moreira Super Show”, con la dirección de Hugo Maggi y “Chiry” Rodríguez, fue una de las obras que aún la gente me recuerda.
Pero como el show debe continuar, vamos a un intermedio, y nos leemos la semana que viene. (Se cierra el telón).