Por el prof. Martín Duarte
¿Por qué Santa Fe está dominada por la violencia? ¿Qué podríamos hacer para salir de este “infierno”?
Por el prof. Martín Duarte
El Litoral
Dos preguntas me llevaron a dialogar con el Dr. en Sociología Roberto Sidicaro (investigador del CONICET, profesor de UBA y UNL): ¿Por qué Santa Fe está dominada por la violencia? ¿Qué podríamos hacer para salir de este “infierno”? La charla duró 25 minutos y se emitió por LT 10 (está subida a Youtube). De los muchos conceptos que propuso, el especialista consideró como clave empezar a contrarrestar los efectos de la violencia desde las aulas: “Un lugar de aprendizaje de la violencia es la escuela. En la escuela se castigan muy poco las transgresiones. Hicimos encuestas en las escuelas y cuando preguntábamos cuáles eran las mayores formas de transgresión, delito, etc., nos podían decir: un chico que había llevado un cuchillo, había llevado un arma, etc. La pregunta siguiente era: ¿y qué le hicieron? ¿Lo castigaron? ‘No, no lo castigamos porque si lo castigamos desertan... no se puede echar a los chicos de la escuela... sería peor.’ Las políticas de disciplinamiento son fundamentales... Uno podría decir que la violencia impune se aprende en la escuela...”. Para Sidicaro, existen muchas instituciones integradoras pero la principal es la educativa. Concluye: “A más instituciones integradoras, menos delitos”.
Me quedé pensando en esto porque: me angustian los índices de violencia que muestra nuestra ciudad (caras visibles, conocidas, amigas, queridas); porque me gusta pensarme como parte de la solución y no del problema (aunque sea diminuto lo que pueda hacer como ciudadano); y porque la escuela es el espacio que habito y en el que tengo -como docente- un pequeño aunque concreto poder de acción educativa. Me ha tocado -diariamente- toparme con múltiples “infracciones” a las normas de convivencia escolar que -como dice Sidicaro- quedan “impunes”. Es decir, esas “faltas”- a primera vista- parecerían no estar acompañadas de una apropiada reparación que “sane” o restablezca un equilibrio saludable para la convivencia de la comunidad educativa; dicho de otro modo, tengo la impresión (a riesgo de equivocarme) de que la sanción llega lenta, tarde e insustancial cuando ya el conflicto ha mutado y se ha ramificado en nuevas transgresiones.
Me toca ver cómo -en reiteradas ocasiones- los problemas pequeños y accesibles crecen y se agigantan ante la mirada de todos hasta un punto irrefrenable e irrevocable. Tengo una lista de incertidumbres que me incomodan; algunos de ellas son: ¿Falla la prevención? ¿Se “peca” de confianza o desinterés? ¿Hay tantas urgencias en la vida escolar que los conflictos se atienden cuando son indisimulables? ¿En qué medida son insuficientes las acciones “remediales”? ¿Los que toman cartas en el asunto deciden en base a diagnósticos imprecisos y con recetas caducas? ¿Nos demoramos excesivamente en un océano de papeles burocráticos? ¿Se labran actas magistrales que testimonian la “novela escolar” sólo para justificarse ante el Ministerio? ¿Un conflicto mal abordado es el “trampolín” para que algunos temerarios se animen a redoblar la apuesta o es el “tobogán” para que otros se frustren, experimenten una sensación de desprotección y se desenfoquen de sus responsabilidades porque pierden la confianza en el “aparato” educativo? ¿Cuál es el margen de maniobrabilidad ante semejantes desafíos? ¿Qué hacemos cuando seguimos los protocolos rigurosamente y se agotan las instancias de mediación o negociación?
Basta con googlear para encontrar una catarata de conflictos escolares que mal encarados han derivado en renovadas y exacerbadas problemáticas. Podría señalarse que el ejemplo paradigmático fueron las amenazas de bombas que en 2018 agobiaron a alumnos, padres, maestros, profesores, directivos, supervisores, policía, municipalidad y demás ciudadanos que -por ejemplo- vieron alterados sus hábitos por los cortes de calles inesperados o por las constantes mudanzas de la población escolar a lugares seguros. Allí se tuvo que articular -¡luego de numerosas falsas alarmas!- el accionar de diversos actores para sofocar las graves “bromas” en contra de los establecimientos educativos. Después de mucho andar, se detectó a algunos de los implicados en estas intimidaciones públicas: en su mayoría jóvenes estudiantes. Bombas como desafíos concretos y contundentes a la autoridad de los adultos dentro y fuera de la escuela: “¡Aquí estamos! ¿Qué van a hacer con nuestra insolencia?” Como dije más arriba, en un trabajo conjunto, se pudo detectar a varios de estos “insensatos” acusados de intimidación pública; intervino la justicia y hubo sanciones de diverso calibre para ellos y, por elevación, para sus tutores. ¿Nene rompe... papá paga? ¿Cuántas nuevas amenazas hubo en 2019?
Lo cierto es que la escuela no es una isla omnipotente: está empapada de lo que pasa a su alrededor; los conflictos que la rodean se agolpan, aglomeran y concentran en sus aulas. Ella es parte (engranaje) de una política estatal. Sería incongruente exigirle -solo a ella- y endosarle lo que también es competencia de otros sectores claves que se “desentienden” de sus obligaciones. Pero... sin bajar los brazos ni ser ingenuos... insisto: ¿Qué se puede hacer? ¿Somos parte del problema o de la solución?
Vuelvo otra vez al comentario inicial de esta nota y trato de hallar la punta del ovillo, tomo prestadas algunas ideas de Philippe Meiriue quien reflexiona en torno al “castigo” (una palabra que suena incomoda y dolorosa en el sólo hecho de pronunciarla). Según este pedagogo, la cuestión del castigo o la sanción (para los que prefieren un término más benévolo) incomoda a los educadores porque la inmensa mayoría de ellos sabe muy bien que es imposible prescindir de estas herramientas y que, sin embargo, se parecen siempre, más o menos, a un fracaso. Sostiene: “Castigar significa asumir el hecho de que no hemos sido capaces de anticipar, que la prevención no ha servido para nada, que todas las explicaciones han sido inútiles y que los avisos no han sido eficaces.” No obstante, para él, el castigo es el “corolario de la educación para la libertad”; mientras nuestros valores son simples propuestas, la educación no es más que la invitación que se hace al otro para apropiárselos (no obliga); pero -¡advierte!- si se desea que la educación prepare para el ejercicio de la responsabilidad, ésta no puede quedarse indiferente ante las elecciones tomadas por el otro y correr el riesgo de dejar que éste se imagine que todo es posible, sin consecuencias ni desafío. Sancionando, reconocemos que el otro ha hecho una elección y lo conminamos (le exigimos, lo exhortamos) a asumirla hasta el final. Ahora bien, no hablamos de un aparado “represor escolar” (advertencia para los que miran de reojo); nos referimos a una sanción que: exprese clara y serenamente las exigencias de la vida en comunidad; autorice a comprender la importancia de los valores en nombre de los que actuamos; y procure que cada sujeto comprenda y asuma las consecuencias de su acción. El “correctivo” tiene que dejar en la conciencia, más allá de la humillación inevitable -sostiene Meirieu-, la huella de una llamada, la señal de una esperanza de reconciliación. Aclara -en consonancia con Olivier Reboul- que la sanción educativa, en oposición a una sanción penal, se legitima no con un “porqué” sino con una “para qué”. Es decir, siempre va dirigida hacia el futuro del individuo o de la colectividad; su objetivo preponderante es preparar para el ejercicio de una ciudadanía responsable.
En definitiva, el castigo que aplica la educación sería el último medio de ejercer el poder cuando ya no se sabe cómo tener autoridad. ¿Qué es tener autoridad? Según Meiriue, es conseguir que el otro nos obedezca sin violencia, ayudándole a comprender que detrás de las frustraciones inevitables que le imponemos está la promesa de un futuro posible en el que podrá crecer. Los conflictos son parte de la vida de la comunidad educativa que no está compuesta por autómatas obedientes que cumplen con las directivas sin queja alguna; los conflictos -asumidos como oportunidades y abordados con solvencia- hablan de la vitalidad de esos grupos, son oportunidades (incómodas, dolorosas, inquietantes) para repensarse, autoevaluarse y reinventarse. El trazado de límites enseña, protege y guía (“referencias para un mundo sin referencias”). Cuando las reglas del juego son desacreditadas constantemente, gana la escuela “Patas para arriba” de Galeano: esa que prepara para una sociedad egoísta en la que reina la ley del más fuerte y la lógica del sálvese quien pueda.
Tengo la impresión (a riesgo de equivocarme) de que la sanción llega lenta, tarde e insustancial cuando ya el conflicto ha mutado y se ha ramificado en nuevas transgresiones.
Si se desea que la educación prepare para el ejercicio de la responsabilidad, ésta no puede quedarse indiferente ante las elecciones tomadas por el otro y correr el riesgo de dejar que éste se imagine que todo es posible, sin consecuencias ni desafío.