Mateo y Booz son dos nombres extraídos de las páginas de la Biblia. Cada uno de ellos fue elegido por Miguel Ángel Correa para conformar el seudónimo que identificó todo el quehacer literario de un notable escritor.
Archivo El Litoral Mateo Booz por Sergio Sergi.
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César Bisso | El Litoral
Mateo y Booz son dos nombres extraídos de las páginas de la Biblia. Cada uno de ellos fue elegido por Miguel Ángel Correa para conformar el seudónimo que identificó todo el quehacer literario de un notable escritor.
Nacido en Rosario en 1881, había llegado a la capital santafesina siendo niño, donde cursó sus estudios primarios y secundarios para luego ingresar, a principios del nuevo siglo, al diario Nueva Época, iniciando su irrevocable rumbo periodístico. En la redacción se destacaba por su alto y grueso porte, por sus gruesos anteojos y por su obcecada timidez. Pero sobre todo resaltaba la avidez por la lectura y las cualidades de un hábil redactor de historias. Quien descubrió aquel talento oculto fue el director del diario, Gustavo Martínez Zuviría, ya reconocido en el ámbito literario por otro seudónimo: Hugo Wast. Este compañero de tareas impulsó al joven periodista a desarrollar con más intensidad la compleja tarea de narrador, que se venía gestando a través de algunas novelas cortas y que ya firmaba con su seudónimo bíblico. Lo primero que hizo Martínez Zuviría fue invitar a Correa a descansar unos días en una chacra, en las sierras cordobesas, con la intención de sacarlo de una vida sedentaria y aburguesada que venía acumulando largas horas de encierro y silencio en la redacción del diario.
Mateo Booz encontró tiempo y lugar propicios para aventurarse a experimentar en un género poco utilizado por él hasta ese momento: el cuento. Fueron apareciendo en aquella incipiente narrativa diferentes relatos que cobraron vida a través de leyendas, ritos y celebraciones que representaban la idiosincrasia de pueblos y ciudades afincados en la llanura y la costa santafesina. Pero el verdadero centro de atención estaba puesto en las “callejuelas estrechas y mal empedradas”... donde “gustaba deambular Mateo Booz, devanando las horas en observar, a través de zaguanes y cancelas, la vida diminuta de sus habitantes”, cuenta Horacio Caillet-Bois, otro de sus amigos dilectos. El mundo ficticio de Correa se transformó en intenso, atrayente y misterioso. Aquellos entramados costumbristas asombraron aún más cuando aparecieron reunidos en un libro emblemático, cuya primera edición data del año 1934, publicado por talleres gráficos El Litoral. Santa Fe, mi paíspresentaba como característica principal una vasta variedad de personajes, circunstancias y descripciones que permitía imaginar al autor recorriendo los rincones de la provincia para lograr vivenciar in situ cada una de esas historias. Pero no fue así, porque Mateo Booz era muy reacio a la comunicación con la gente y al diálogo espontáneo, así que aquella posibilidad de convertirse en un aventurero en busca de lugares, personajes, hábitos, historias inverosímiles, no era el objetivo esencial. El gran enigma de su talento como narrador no estuvo determinado por la tarea de andar recorriendo la provincia, sino todo lo contrario, se propuso escribir casi toda su obra aferrado a una silla en una anónima habitación de ciudad. Imitó la postura de Julio Verne, quien sin salir de su altillo de París imaginó aquel fantástico mundo de aventuras, que dio lugar a los primeros esbozos de una luminosa literatura de anticipación. O tal vez a José Sixto Álvarez, más conocido como Fray Mocho, quien detalló los canales fueguinos con una precisión increíble, sin haber llegado jamás a la región más austral de nuestro país. El andar de Correa fue un ir y venir circular, sin necesidad de movilizarse. Su peregrinaje iba por dentro, ayudado quizás por crónicas orales que llegaban a sus oídos y que él recreaba con oficio.
LeerSanta Fe, mi países adentrarse en ciudades, pueblos, calles, parajes, campos, montes e islas. Relata con vigorosa autenticidad acerca de supersticiones, historias de coraje y de sangre, de agonía y de muerte. Simples hechos cotidianos que definen el perfil de hombres y mujeres son descriptos por Mateo Booz con sutil ironía. Rememora con aspereza pero también con ternura, sin dejar de lado el aspecto humano y el contexto social. Desde Hilario Tierra hasta Nabor Camacho, para mencionar algunos de los nombres que sustentan las historias. A la vez manifiesta una profunda melancolía por lugares y hechos ajenos a sus ojos pero tan nítidos en sus palabras. El libro adquiere así un magnífico despliegue de testimonios, arquetipos y apariencias. Cada relato alcanza una fortaleza de imágenes y acciones que lo hacen real, auténtico. Creo que allí radica la original elocuencia de la obra booziana: haber contado desde lo absurdo algo que proviene de la raíz de nuestras costumbres. Nadie puede decir que lo narrado no sea cierto, porque todo está arraigado en el espíritu pueblerino, que se fundamenta por medio de hábitos y discursos que el tiempo transforma en genuinos.
Santa Fe, mi país significó un verdadero hito cultural que posibilitó a los lectores argentinos conocer lugares recónditos, creaciones y testimonios que constituyen el saber vernáculo de la provincia invencible del Brigadier. Además instaló a Correa en el ámbito nacional como el gran precursor del cuento en la literatura santafesina. Muchos narradores de generaciones venideras adoptaron el cuento por unanimidad, pero no imitaron su estilo costumbrista. Eligieron otras motivaciones y otros ámbitos, no obstante todos lo han reconocido como un verdadero maestro del género.
Hoy recordamos aquel hombre tímido, hosco, que no quiso salir del encierro ciudadano para conocer los rincones de su provincia y los dones de su gente. Pero escribió un libro que los inmortalizó. Simplemente expuso ante la historia el arte mayor de un escritor: hacer creíble lo increíble.
El andar de Correa fue un ir y venir circular, sin necesidad de movilizarse. Su peregrinaje iba por dentro, ayudado quizás por crónicas orales que llegaban a sus oídos y que él recreaba con oficio.
Hoy recordamos a aquel hombre tímido, hosco, que no quiso salir del encierro ciudadano para conocer los rincones de su provincia y los dones de su gente. Pero escribió un libro que los inmortalizó.