En el marco de los Ciclos Culturales Artísticos de UPCN, se presentará este domingo a partir de las 21 (en la sede gremial de Rivadavia y Tucumán) una nueva función de “Cantata de tierra y mar”: se trata del espectáculo realizado por el Laboratorio de Antropología Teatral de Santa Fe, con dirección general y dramaturgia de Ana Woolf y dirección musical de la francesa Eléonore Bovon. La entrada será un bono a beneficio del Centro Cultural El Birri, recientemente arrasado por un incendio.
Al respecto, comentó Woolf en diálogo con El Litoral: “La posibilidad de UPCN es muy linda, porque ellos nos pagan, y el dinero de las entradas va para El Birri. Cecilia Volken (integrante del grupo) dijo algo muy lindo que lo resumió: ‘Es un modo de gestión interesante, que articula deseos y colectivos’. UPCN hace algo por El Birri y se articula con un colectivo que somos nosotros”. Y agregó: “Al margen de esto, UPCN nos apoyó mucho para el encuentro del (Festival) Magdalena, vivimos en el camping. El próximo Magdalena, en octubre de 2020, también lo vamos a proponer ahí. Fueron muy generosos, no tenían por qué. La generosidad sobrepasó cualquier interés, porque los empleados estaban a nuestra disposición con una solidaridad muy grande. Cuando nos tratan bien desde un ámbito administrativo nos sorprende, pero porque nos hemos acostumbrado al maltrato en muchas instituciones”.
—Un año de la “Cantata...”; ha crecido en muchos aspectos. ¿Qué pasó en este tiempo?
—Cuando la estrenamos ya fue una sorpresa, porque el tema iba a ser otro, y fueron apareciendo esos ancestros que no querían resignarse a morir o a quedarse en el olvido, encerrados en un cajón. Y en todo este año, hubo repercusión en el público: la mayoría se sentía identificado por alguna razón, o se iban llorando, o se acercaban y decían: “Yo tengo una abuela que le pasó lo mismo”.
Ese proceso de identificación siguió creciendo; incluso hay gente que nos vino a decir: “Pero no está la comunidad yugoslava” o la alemana (que sí está por Cristina Witschi, pero poco). Fue genial, porque se abrió; ya estoy pensando en el próximo espectáculo, y cómo este termina con el descenso del barco, me encantaría ver qué pasa después: viene la historia argentina, dura.
—Uno puede ver entre los intérpretes quiénes realmente están contando a su ancestro, mostrando sus cosas. Sin que deje de ser una situación de representación escénica, hay una dimensión superpuesta, es el descendiente.
—Es alguien que mantiene viva la memoria de su propia génesis, su geografía, su familia. Como diría (Jerzy) Grotowski, hace una línea vertical, aparte de escénica. Ahora fui a trabajar a Taiwán con una de las invitadas del Magdalena, Ya-Ling Peng. Ella trabaja con comunidades aborígenes que corren el riesgo de desaparecer. Fui como directora con cuatro artistas más (también participé con mi clown). Habían tratado de recuperar determinadas canciones o danzas; elementos performáticos que pertenecieron a la tradición de ellos. Teníamos que ir, encontrarlas, hacer diferentes acciones (éramos de la Argentina y Colombia), después nos mostraban el trabajo y yo armaba una parada donde venía todo el pueblo durante tres horas: era un camino artístico que empezaba y terminaba en el templo, que es el centro comunitario de la aldea.
Hasta último momento no querían mostrar, porque no le daban el valor de lo que hacían, el valor de lo que habían recibido. Son comunidades agrícolas, donde hay arrozales. Después decidieron que sí, y cuando terminó el encuentro dijeron que era el día más feliz de sus vidas, porque habían recuperado un determinado valor que no sabían que existía. Fuimos a escuelas rurales, comunitarias, con chicos de 10 ó 12 años: había 20 que tocaban los tambores, como los taiko japoneses, y otros tenían una danza del dragón. Uno manejaba una máscara con una cola que la maneja otro.
Eso se los pasó la abuela, el bisabuelo, y son danzas que se hacen cuando se recoge la semilla o cuando se siembra. Es la tradición de ellos, sin la connotación oscura de “patria, tradición, hogar”; es algo que tiene que ver con una herencia. Yo les decía: “Cuiden la herencia recibida, porque los occidentales venimos y robamos la forma”, pero no sabemos cómo nació esa danza y por qué.
Cuando trabajábamos “Cantata...”, muchos relatos de los abuelos no existían, porque se habían muerto los compañeros de experiencia; otros transmitidos oralmente, porque no dejaron papeles escritos, al padre o la tía del actor o la actriz, y lo pudimos poner en escena. Me sentía muy identificada por la subestimación de que ciertas historias no tienen valor porque son personales; pero de la historia personal se hace una historia comunitaria y colectiva.
Mi papá era del campo en Entre Ríos, y me contaba que a las cuatro de la mañana se iban a caballo a trabajar el pedazo de tierra que estaba más lejos, o que tuvo que dejar la escuela en cuarto grado. Entonces aquello me toca a mí, hace que no haya fronteras cuando hablamos de tradición, de gente de barcos que son inmigrantes en otra tierra.
—Eugenio Barba hizo “¡Ven! Y el día será nuestro” con el Odin Teatret, donde miraba el otro lado, el de los europeos que vieron irse mucha gente de los pueblos. También hay una idea de Nicolás Casullo, de que la Argentina nacía de dos derrotas: una de la Argentina criolla después de las guerras civiles, que busca poblarse con inmigrantes; y la del inmigrante al irse de su contexto.
—Bueno, la gente que vino era la “no programada” por Alberdi o Sarmiento: esperaban que viniera “la crème de la crème” de Europa y venían barcos con otro tipo de gente, que son nuestros abuelos. Eso tiene una doble cara, porque en 2001 se produce un éxodo: así como vinieron de Europa en 2001 una parte de mi familia se fue a buscar trabajo a España. Y se produce también una contracara un poco dura, porque la política inmigratoria no está buena en Europa. Desde que me fui al Odin tenía que conseguir una visa de estudiante y era terrible; en Francia tenía que conseguir una como profesora universitaria, la fila la hacíamos a las cinco de la mañana y la prefectura de Niza abría a las nueve, con gente que no podía volver a su país: de Libia, de Senegal, de Azerbaiyán. Daban 32 números y a matarse, y para ellos era de vida o muerte. Era denigrante el trato, en cuerpo y alma, sabiendo que tenía opción de volver: podía objetivar más que el desesperado por agarrar un número.
“Cantata...” honra una memoria de los que vinieron, trabajaron y fundaron de otra manera el país; eran gente de la cultura del trabajo. Tengo nostalgia de ese tiempo, tal vez mi pensamiento lo idealiza: un tiempo de una cierta solidaridad y un cierto trabajo en comunidad y colectivo. Mi bobe o mi papá me contaban de las comunidades judías, el trabajo en el campo no es solitario, una persona sola no puede recoger el maíz.
Y el teatro me permite recuperar esa sensación: en el grupo de “Cantata...” somos 46; empezamos 23, después 30 y pico, hay colaboradores que no están en escena. Esta sensación es una prolongación de la obra: en un año de preparación y uno de presentación este grupo se construye como comunidad artística. Es donde puedo sembrar mi utopía. Y la obra es un canto a la ilusión: todavía no bajaron del barco.
—Se deja atrás el dolor, la miseria y el hambre. Hay una peste en el barco, que es el único momento oscuro: son relatos no contados. En la investigación que hicimos, en los libros que leímos, mi bobe que vino de Rusia, no contaron, no hay relatos de lo que pasó en el barco: debe haber sido terrible, porque no viajaban en clase burguesa; era bien abajo. Todos los libros de memorias de la generación de mi abuela que publicó la Sociedad Hebraica Argentina cuentan un poco el antes, los progroms, y el haber llegado acá con el carro, los bueyes, la tierra, la venida de Buenos Aires al interior. Puedo imaginar el olor, la falta de agua y comida, la higiene, la convivencia entre desconocida con distintos idiomas; cómo pagaban la comida, cómo hicieron los que viajaron de polizones.
—Está la promesa en el discurso de Chaplin en “El gran dictador”.
—El discurso es del 47, me da escalofríos porque es tan doloroso y actual: “Soldados, no se deshumanicen”. No soltemos todavía la esperanza de que podemos otra cosa. Esto toca mi admiración (lo que siempre le digo a Eugenio) de la construcción de teatros de grupo: el Odin casi 55 años; Yuyachkani (Perú) en el 2021 cumple 50; Cuatrotablas (Perú) los cumple en el 2020. Significa que hubo gente que logró dialogar por más de 50 años. Períodos más largos que un matrimonio: el de mis viejos duró 50, ahora no sé si hay alguno que dure tanto. En la historia del teatro independiente que un grupo dure eso...
—Con muchas rotaciones...
—Con rotaciones, con mucha pelea, con amor y odio, pero con presencia constante y un objetivo, una necesidad; lograron esta microsociedad donde a pesar de la diferencia, por sobre ella (y suerte que está), pudieron transitar 50 años en el mismo barco. Se bajan algunos, vuelven después, hacen otro camino, fundan otros grupos; pero es posible. Son las islas flotantes.
Ahora toda la gente de “Cantata...” se van a volver maestros y maestras: hay un grupo de músicos que van a tomar responsabilidades, hay gente de danza que también tiene que tomar responsabilidad, otros que trabajan con títeres y manipulación de objetos.
Nos entusiasmamos: tengo otras cosas que quiero darlas más allá del entrenamiento de un actor.
—Este proceso desembocará en el próximo espectáculo.
—Seguro. Ya tengo algo: fuera del barco. Hay que quemar el barco cuando se llega de nuevo a tierra. Después si querés escapar agarrá un pedazo de madera o construí tu propia nave. Y buen viaje.