Carlos Mario Peisojovich (El Peiso)
Los coloridos Papá Noel y colegas, o “Santa‘s Company” le ganaron el espacio en las vidrieras a los arbolitos de navidad.
Carlos Mario Peisojovich (El Peiso)
Y como si nada hubiere pasado, ya estamos golpeando las puertas de diciembre, algunos pateando, otros pataleando, otros cuantos arrastrando su cansina y tan argentina osamenta ladeada y castigada por los cachetazos y puñetazos de un año que nos tuvo en vilo, sintiéndonos algo así como puchimboles andantes. Existe esa tan arraigada percepción de que al llegar diciembre se nos termina todo, que la vorágine del mes de diciembre nos atrapa como un vórtice llevándonos a una especie de agujero negro que nos succiona con todo el peso de miles de mochilas en los hombros. Es que diciembre es ese mes que implosiona el día 24.
La pantalla del televisor se llena de promociones navideñas, de dos por uno de esto y aquello, los escaparates de los comercios se llenan de colores acordes a los que las películas navideñas norteamericanas nos acostumbraron a naturalizar: el dorado de las cintas, el verde del muérdago, el blanco de la nieve y el rojo de “Santa Claus”, esos gorditos simpaticones ataviados de invernales sobretodos colorados, los barbados “Papás Noeles”, “San Nicoláses” y los marketineros “Santa Clauses”, que mayoritariamente y generalmente son chinos ¡cómo no! son el adorno preferido en las vidrieras, donde las bolitas de telgopor simulan ser nieve. Extraños y fuera de lugar, los copos de nieve artificiales descansan sobre juguetes, ropa, abalorios y por todo aquello que llame la atención y despierte el deseo de compra de importunados futuros compradores.
Los coloridos Papá Noel y colegas, o “Santa‘s Company”, esos obesos mórbidos según la medicina, o los cuerpos no hegemónicos, según el uso actual del lenguaje políticamente correcto anclados en eufemismos exasperantes de uso coloquial moderno (porque si digo gordos me retan), decía, ganaron por varios cuerpos (no uso kilos, conste) a los arbolitos de navidad con sus coloridas bolas, la estrella de la punta, las guirnaldas plateadas y las lucecitas de colores; también perdieron en tradición a expensas de la carrera globalizadora y marketinera, los tan respetados y alabados pesebres, algunos famosos por la belleza y la formalidad de esas pequeñas esculturas que representaban el nacimiento del niño Jesús. Los chicos de la familia no tenían permitido tocarlos, porque sus figuras eran hermosas pero frágiles, cada una en su lugar, en una santa pose, algunos en postrada sumisión y admiración ante el muy europeo niñito rubio de ojos claros que posaba grácilmente en su cunita de paja y mantas. Pero lo más valioso y deseado en la conformación del pensamiento y la ilusión de los chicos de “antes” era la llegada del “Niño Dios” con sus juguetes preferidos que con mágicas artes aparecían de la nada al pie del arbolito secundado por la respetable rigidez de las figuras del pesebre.
Nos viene desde Roma la cuestión del calendario. En realidad, la medida del año está dada por el tiempo que le lleva a la tierra dar una vuelta completa alrededor del sol, como ya nos enseñan de chiquitos, fenómeno que se le llama traslación. Fue Julio César que instauró el calendario Juliano, desconozco si también fue el inventor del corte “Juliana”, pero eso lo hablaremos en alguna otra Peisadilla gastronómica. La cuestión era que no todo lo que hacía el César lo hacía bien, pero como para el César lo que es del César, hay que reconocerle que el primer intento de estratificar los días en meses estuvo bastante cerca, 12 meses, pero con algunos desajustes y no muy a gusto de la posterior Iglesia Católica. Allá por el alto medioevo tuvo que intervenir el Papa Gregorio XIII, que acomodó los días y los meses de manera tal que una de las fechas más importantes del catolicismo occidental, la Pascua, se celebrara el primer domingo después de la luna llena tras el equinoccio de primavera del hemisferio norte. Gregorio consultó a varios astrónomos y trabajaron conjuntamente -poniendo los huevos en una sola canasta o todos los días con sus respectivas horas y segundos en un año- desarrollando un calendario casi perfecto, que es aquel que rige y da nombre a nuestros meses, y es tan perfecto, que aún en nuestros días, con super computadoras y conocimientos científicos desarrollados, el calendario Gregoriano tiene sólo algunos segundos de diferencia respecto al año tropical, que es el verdadero índice de las estaciones.
El calendario parió al almanaque, y el almanaque nos muestra desde su mustio lugar asignado -detrás de una puerta, sostenido por imanes de heladera en sus versiones más tradicionales, o convertidos en agendas electrónicas, en “apps” (aplicaciones) telefónicas, o en paquetas y artificialmente encueradas y sofisticadas agendas ejecutivas- que nuestros días pasan inexorablemente hora a hora, segundo a segundo, con frío, con calor y que... los días pasan, los años se van, y como dijo alguna vez John Lennon: “nuestra vida es aquello que nos va sucediendo mientras nos ocupamos en hacer otras cosas”.
Y generalmente es en diciembre cuando nos ocupamos de pensar en otras cosas.
Pero recién estamos por arrancar el último mes del año, y diciembre importa mucho más que otros meses por el presente latinoamericano y particularmente por el presente político de la Argentina. Este año lo vamos a finalizar con cambios de gobierno a nivel municipal, provincial y nacional. No podemos abstraernos a la realidad, como tampoco tenemos que dejar de tener esperanzas, porque todo nuevo comienzo es sinónimo de renacimiento, y más allá de las banderas y los colores políticos; más allá de las simpatías o las convicciones, este diciembre nos sacamos el peso de los días del 2019, y nos ponemos las alas de la ilusión. Porque nadie es culpable de soñar, aunque la inocencia nos valga.
Los coloridos Papá Noel, esos obesos mórbidos según la medicina, o los cuerpos no hegemónicos, según el uso actual del lenguaje políticamente correcto anclados en eufemismos exasperantes de uso coloquial moderno (porque si digo gordos me retan), decía, ganaron por varios cuerpos (no uso kilos, conste) a los arbolitos de navidad.
También perdieron en tradición a expensas de la carrera globalizadora y marketinera, los tan respetados y alabados pesebres, algunos famosos por la belleza y la formalidad de esas pequeñas esculturas que representaban el nacimiento del niño Jesús.