Por Carlos Mario Peisojovich (El Peiso)
En mi andar de consumado paseante matutino, donde el sol de la primavera, ya casi verano, maquilla de base broncínea la piel ya curtida de tantas caminatas, voy disfrutando de los rostros.
Por Carlos Mario Peisojovich (El Peiso)
En mi andar de consumado paseante matutino, donde el sol de la primavera, ya casi verano, maquilla de base broncínea la piel ya curtida de tantas caminatas, voy disfrutando de los rostros de quienes se cruzan en mi camino. Soy un eterno mirador y admirador de las personas, amo y disfruto de la diversidad de gestos, de atavíos, de muestras de cariño, o no, de la alegría de los niños, de sus caprichos, de la despreocupada y solitaria forma de ir sin pensar en nada con sus miradas clavadas en los celulares inteligentes, que atontan el sentido de la ubicación, de los adolescentes. Me sorprendo viendo el apuro y la preocupada existencia de los muchachos de mediana edad que pasan con rapidez y presuntuosa avidez por llegar a algún lugar que evidentemente, y a juzgar por su actitud, siempre me imagino que debería ser un asunto de vida o muerte. Y están ellos, los míos, los “viejos”, los de la tercera edad, los ahora renombrados “perennials”, nosotros, los adultos mayores, vamos por la calle como si tuviésemos todo el tiempo del mundo, con la tranquilidad absoluta de creer que la sabemos “lunga”, nos tomamos todo el tiempo para mirarnos, admirarnos, reconocernos, saludarnos y acompañarnos, sin relojes y celulares, en ese andar de brazos detrás de la espalda.
De ojos sinceros, los “viejos” vamos andando y disfrutando más que nadie el paso de los días, sin ser conscientes de que la longitud del camino que recorremos se achica inexorablemente, quizás es la capacidad de haber escondido los miedos, de haber afrontado los infortunios, de sentirnos orgullosos del trabajo hecho a lo largo de la vida. Somos eternos “sueñautas” que vamos por ahí con ojos añosos soñando despiertos. Los viejos seguimos creando puentes, todo “viejo” está dispuesto a que lo escuchen, y sí, nos vamos por las ramas, damos pormenores, ejemplificamos con datos inconexos entre sí, exageramos detalles repletos de nimias florituras que, el escuchante, perplejo a veces, interesado en otras, va absorbiendo toda esa data informativa que reside en nuestra loca memoria. Esa memoria que retiene tantos datos intranscendentes y minucias banales (diría uno de mis nietos) como los nombres de calles que ya no existen, de comercios que pasaron a la historia, de nuestra gente y sus filiaciones, sus parentelas, el árbol genealógico, etc. Esos pequeños detalles que hacen las delicias del no sé “cuantogenario” relatante y que nos elevan a la categoría de recordadores de todo lo pasado, pero que no sabemos en dónde dejamos los lentes hace apenas unos minutos.
No me gusta referirme a lo viejo o a los viejos como tales, soy un enamorado del tiempo pasado, me encanta contar del pasado, de referirme a las cosas que pasaron, me encanta decir que somos clásicos, porque lo clásico refiere a una manifestación donde se considera que algo llegó a la plenitud artística o cultural. Tenemos que considerarnos clásicos, porque gracias a los años en los que el conocimiento y la experiencia nos llevaron a ser estos personajes charlatanes y pintorescos que somos, con todo un bagaje cultural y experimental, con esa sensación de plenitud de saber que hicimos todo lo que pudimos, y también que seguimos siendo aquellos que todavía a esta edad estamos haciendo cosas, porque seguimos teniendo la energía intacta -el motor averiado, pero con nafta Premium- y vamos marchando con las mismas inquietudes y sumando diferentes objetivos que aún queremos llevar a cabo. Seguir cumpliendo sueños, seguir soñando y fabricando puentes con las distintas generaciones, que por más que se aburran con nuestras historias de viejos, algún día llegarán a ser lo que nosotros somos ahora.
Cada vez que pienso en eso de hacer puentes, no puedo dejar de pensar en la grieta. Porque si se hacen puentes es para sortear algo, transitar de lado a lado, cambiar de lugar, saltar un obstáculo, pasar un abismo... Poéticamente, gracias a los puentes, las personas pueden pasar por encima de aquello que de otro modo les sería imposible transcurrir.
He sido acusado varias veces -de un lado y del otro- de ser parcial... ¡de un lado y del otro! ¡Ja!, no puedo de dejar de emitir una sonora carcajada de perplejidad con una pequeña dosis de sarcasmo. Que soy “gorilón”, que soy “K”, que soy “zurdito”, “peroncho”, etc. Lamento confirmarles que no soy nada de eso, y que soy todo eso y más. Soy argentino, como cada uno de los que habitan mi bendita tierra, aún aquellos que lo son por opción o naturalizados, son todo esto y más. Porque gracias al poder supremo y de los representantes celestiales que digitan nuestros destinos, la Argentina se renueva, y nosotros, los argentinos, empezamos a ser democráticamente y dramáticamente maduros, metemos el voto para seguir o para cambiar. Por más que quieran ponernos de un lado o del otro, todos estamos inmersos en nuestra Argentina.
Hoy tenemos por delante a un nuevo gobernante, y mi deseo es que aquellos que aman, acompañen con amor. Y que aquellos que no aman, al menos otorguen el beneficio de la duda, y así se abra por fin la posibilidad de que de una vez por todas, la maldita grieta sea apenas una cicatriz. Palabra de un viejo clásico.
Me sorprendo viendo el apuro y la preocupada existencia de los muchachos de mediana edad que pasan con rapidez y presuntuosa avidez por llegar a algún lugar que evidentemente, y a juzgar por su actitud, siempre me imagino que debería ser un asunto de vida o muerte.
De ojos sinceros, los “viejos” vamos andando y disfrutando más que nadie el paso de los días, sin ser conscientes de que la longitud del camino que recorremos se achica inexorablemente, quizás es la capacidad de haber escondido los miedos, de haber afrontado los infortunios, de sentirnos orgullosos del trabajo hecho.
Me encanta contar del pasado, de referirme a las cosas que pasaron, me encanta decir que somos clásicos, porque lo clásico refiere a una manifestación donde se considera que algo llegó a la plenitud artística o cultural.