En noviembre del año pasado, fui a San Justo para la fiesta de bautismo de la hija de mi hermano. Él está casado con una mujer santafecina. La ceremonia fue en una hermosa y simple capilla de Angeloni. Lo hermoso siempre es simple. ¿No es ése también el mensaje de Cristo? Mi sobrina Juana, con ese acto mínimo, se convirtió en mi ahijada.
Confieso que no me sentía a la altura del compromiso, porque si bien me reconozco como cristiano, no soy un buen practicante. Por suerte el cura me dio esperanza y dijo que lo importante es transmitir la fe, que la nuestra es la religión del amor de un padre por su hijo y del hijo por sus hermanos. Que con tener eso en claro alcanza y yo creo que vivo de acuerdo con ese principio.
En ese viaje me hospedé en un hotel junto a la ruta. No recuerdo el nombre, pero sí que tomé una foto de su marquesina bajo unas nubes encendidas por la luz del atardecer. A mí alrededor había palmeras por todas partes. Junto a la pileta, durante una tarde escuché un disco entero de Los Palmeras. La misma banda que había escuchado en la radio mientras manejaba hacia la ciudad. La misma que escuchamos después del bautismo, en una fiesta bajo el cielo estrellado. Así me volví fanático de la cumbia santafesina.
La religión suele declinar a veces en el fanatismo. La música también. Lo mismo que el fútbol. Si entre los lectores ofendo a alguien, le pido disculpas de antemano, pero ¿cómo no volverse un poco hincha de Colón después de escuchar setenta veces siete “Aeea yo soy sabalero”?
Para quienes no la conozcan (en Santa Fe lo sabe todo el mundo, pero me consta que esta columna la leen a veces en otras partes de Argentina y del mundo), me refiero a la canción “El Parrandero”, cuya letra se modificó con espíritu futbolero. En realidad, la anécdota es al revés: la letra de “El sabalero” vino primero y después fue que se convirtió en la versión adaptada y aparentemente neutra que se incluyó en el disco “Un toque diferente” (1997). Me divierte pensar que la música esconde esos misterios. No son pocas las canciones que en la historia de la música surgieron para dar cuenta de una pasión íntima y, con el tiempo, se convirtieron en himnos populares.
De la letra de “El sabalero”, la parte que más me gusta es cuando dice: “Y en mi casa se codean la pobreza y el señor; con el cura, el judío y el pastor”. Porque aunque, como ya dije, la canción produzca fanatismo, el mensaje que transmite es el del amor, el de los conflictos que no se desatan en guerra. En un mundo como el nuestro, hoy acosado por la posibilidad (¿o realidad?) de una tercera guerra mundial, esto no es poco. En efecto, no son pocas las canciones de cancha que hablan de masacrar al enemigo. La de Los Palmeras es una canción que invita al abrazo y la tolerancia. Que, como sigue la letra: “Y aunque me ganara el cielo por cambiarme de color, moriré llevando negro el corazón”. ¡Otra vez la religión! El cielo no puede ser para quien tiene “precio” (¿en fútbol no hablamos de vendidos?).
En la vida se trata de tener principios, de no ser hipócrita. Es una palabra fuerte “hipócrita”, pero es la que usa el evangelio (Lucas, 6: 41-42) cuando dice: “¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no te das cuenta de la viga que está en tu propio ojo?”. Hace poco el Papa Francisco lo dijo de una manera igualmente hermosa y simple: “El Señor quiere enseñarnos a no ir a criticar a los demás, a no mirar los defectos de los demás: mir á primero los tuyos, tus defectos”. Parafraseando al cura de la capilla, quisiera decir que si alguien entendió esto, es cristiano y, además, le gustan Los Palmeras.