Por Gustavo J. Vittori
La propuesta de crecer choca de frente con las medidas concretas adoptadas por el gobierno, que quitan incentivos a las economías del conocimiento y conspiran contra los sectores más dinámicos de la Argentina.
Por Gustavo J. Vittori
Cada día que pasa, los propósitos superadores enunciados por Alberto Fernández en el buen discurso que leyera ante el Congreso de la Nación el día que asumió como presidente, quedan más lejos. Ahora, la tinta se seca en la pluma de Gustavo Béliz.
Era probable que esto le pudiera ocurrir a quien llegaba a la Casa Rosada con una situación de debilidad política interna en el Frente de Todos. Por mucho empeño que haya puesto para evitarlo, o disimularlo, día tras día la máquina de poder real le sustrae porciones de autonomía, mientras se multiplican en el gobierno nacional los nombramientos de funcionarios que hacen más profunda la hendidura de la fatídica grieta que divide a los argentinos. No se ve el futuro; se percibe un retroceso, un nuevo descenso a los círculos del Infierno imaginados por Dante Alighieri en el siglo XIV.
Deshacer todo, aun lo que estaba bien y comportaba un avance, es una extraordinaria dilapidación de energías y una sorprendente falta de inteligencia. Es, también, una inusitada valoración del opuesto, porque pareciera que la construcción de la mismidad depende sustancialmente de la otredad. No soy por lo que hago y lo que soy capaz de crear, sino que soy en la medida que me opongo al otro. El otro es mi referencia, sin el otro no sé lo que soy.
No hay duda que el programa “Terapia de noticias” (La Nación Más), creada por el psicólogo y periodista Diego Sehinkman, fue un hallazgo para un país que vive en el diván.
Los primeros 50 días del nuevo gobierno se han ido en juegos de palabras, a veces creativos, pero que no alcanzan para tapar la realidad. También los hacía el gobierno anterior, con los mismos resultados. Hasta donde llega mi memoria de 50 años en el periodismo, he oído repetir las mismas cosas, similares promesas, discursos cargados de federalismo y valor agregado, de políticas de Estado y crecimiento, de inversión y desarrollo. Pues bien, el federalismo, al que adscribo como forma de organización del Estado, se diluye cada día más. Sin federalismo fiscal no hay genuino federalismo político, y sin recursos propios y una proporcionada coparticipación de los generales, todo se reduce a una palabra vacía, a una entelequia visitada a diario como frustrante lugar común.
Aunque contradiga los mandatos de la corrección política, debo decir que la Argentina ha creado provincias inviables desde el vamos, instituciones paridas en las oficinas del poder unitario, que se consolida más cuanto mayor es la cantidad de entidades enfermas que dependen de él. La provincialización de territorios nacionales escasamente poblados y carentes de recursos propios ha sido una estrategia del poder para facilitar el incremento del respaldo senatorial a sus políticas. Provincias endebles, nacidas del cálculo circunstancial y sostenidas por el gobierno central, canjean sus votos en el Congreso por obras y financiamiento para sobrevivir. Es la vieja historia, que el crónico fracaso económico no hace más que enfatizar, aunque ahora su costo se haga impagable para el Estado centralista.
La suma de todas las inviabilidades da como resultado el enorme déficit nacional que no deja de crecer, y sólo se reduce cuando los gobiernos de turno, en flagrante violación de las normas constitucionales, deciden podar ingresos y patrimonios de aquellos sectores que, pese al entorno negativo, han logrado producir, obtener ganancias y ahorrar en títulos, monedas o bienes. La consecuencia es el aumento del trabajo en negro y la fuga de capitales.
Sin factores dinámicos, sin emprendedores, sin crédito, es muy difícil imaginar un proceso de crecimiento y, ni qué decir, de desarrollo integral. De modo que la propuesta de crecer, elemental para cualquier sociedad e inobjetable en el plano conceptual, choca de frente con las medidas concretas adoptadas por el gobierno, que quitan incentivos a las economías del conocimiento y conspiran contra los sectores más dinámicos de la Argentina: la producción rural, la agroindustria y la generación de energías diversas. Todas ellas sufren el aumento de la ya pesada carga tributaria, la restricción crediticia y el incremento de innecesarias regulaciones que, por lo demás, suelen incluir inconfesados costos adicionales de peaje burocrático.
Quién, sensato, puede permanecer ajeno a una convocatoria al crecimiento. Pero cualquier argentino con algunos años de experiencia descree del valor de las palabras, más aún cuando aparecen enhebradas en discursos políticos. Hace décadas que la Argentina sufre un default de los vocablos en su frente interno, y una quiebra de la confianza externa. Por eso ralean las inversiones de los actores nacionales, y brillan por su ausencia los capitales internacionales.
La negociación internacional en curso con acreedores privados y el FMI, si resulta bien puede reducir el costo de la deuda y prorrogar los pagos (la inteligencia del Nobel de Economía Joseph Stiglitz nos ha brindado apoyo conceptual a este fin), lo que nos daría un poco de oxígeno. Pero el problema de base respecto de la falta de crecimiento permanece. Y mientras no se liberen las energías creativas de los argentinos y se estimulen en serio las fuerzas productivas del país, seguiremos dando vueltas en círculos esperando un milagro que no llega y que no nos merecemos. Entre tanto, lo que se robustece es la falta de confianza.