El Carnaval es alegría en estado puro, es el momento en que los humanos nos sacamos el traje de humanos para ser animales, es libertad absoluta, es emparejamiento social y moral.
Me dispongo a descansar la testa en el mullido sofá, diario en mano, en esa hora que no es ni tarde ni noche, es más bien ese punto de inflexión en el que la tarde se hace noche, cuando las sombras son más alargadas, cuando el horizonte se pinta de rosado con matices de gris; es ese el momento en que guardo el íntimo deseo en el que espero que ese siguiente minuto, sea también el punto de inflexión entre la bochornosa y ardiente siesta y la fresca y reconfortante tardecita, ya casi nochecita, pero no, otra vez me equivoco y mi deseo vuelve a quedar en el plano de la fantasía. Y la tarde -casi nochecita- se puebla de habitantes nocturnos.
Las tardes y las noches de verano santafesino se caracterizan -más allá del húmedo y sofocante calor al que ya hice referencia-, por el sonido de sus habitantes no humanos. Las chicharras siesteras, que con la persistencia de novio adolescente enamorado, van horadando la paciencia de nuestros oídos con su cantar chirriante y monótono, y cuando por fin nuestros apabullados oídos empiezan a acostumbrarse a semejante alboroto, aparecen ellos, los grillos; su carta de presentación es un coro múltiple de agudos cri cri, a veces cortos, y otros de tonos más largos, su grillar (así le dicen a su canto), es un monocorde y estridente sonido repetitivo que en la soledad de la noche asemeja a una sierra eléctrica. Pero la noche no sería noche santafesina sin la presencia de los más odiados bichos de los humedales de la Veracruz, los mosquitos, estos patones amigos de la sangre y preferentemente de la que circula por los tobillos o por la zona de la espalda a donde nuestros brazos no llegan; ellos se pasean orondos por la casa como si fuesen dueños y señores, sigilosos y malintencionados, nos atacan inescrupulosamente teniendo a la oscuridad como aliada. Ni hablemos del zumbido, ese infame ulular que crispa hasta los nervios de un monje tibetano.
Pero las noches de verano de santa fe también tienen otros sonidos, sonidos cargados de belleza y buenos augurios. El sonido de las aves que despiertan con el sol, del “Fzzz” de un porrón recién destapado, de las risas de los jóvenes reunidos en ronda, de la música de fondo, de un grito de gol, del golpe en la espalda de un abrazo bien dado. Y de un murmullo de percusión... el rumor de lejanos tambores y repiques que se mete sigilosamente por las ventanas del barrio, y su repiqueteo perseverante va apagando los acostumbrados y ordinarios sonidos de la noche veraniega.
El bullanguero sonido del carnaval empieza a sentirse en las noches de finales de febrero, la bulla despierta los fantasmas de tradiciones ancestrales, de aquellas saturnales y paganas fiestas de antaño, en su repetitivo golpe de tambor y movimientos sincopados de pies descalzos, van reviviendo a la historia de la humanidad, de la liberación, del festejo. En las noches de carnaval el pobre se olvida de su pobreza, y el rico se olvida de su riqueza...
Mis sueños que muchas veces son recuerdos del pasado y memorias del futuro, nunca se olvidaron del carnaval, porque mi pasado no es pisado, mi pasado es pausado.
Disfruté mucho los carnavales en mi niñez, de los baldazos dados a desprevenidas adolescentes, de la guerra de bombitas entre amigos, de los machetazos dados a las niñas y también recibidos, era una guerra campal de amor y camaradería. El sonido de las murgas que pasaban eran la banda de sonido de esa lucha chicos vs. chicas, en donde las armas más utilizadas eran el machete con chifle, las bombitas de agua y la nieve artificial. Nadie se enojaba, todo era fiesta.
Los colores brillantes de satenes, las serpentinas, las lentejuelas multicolores, la masa de bailarines de cuerpos semidesnudos con torsos transpirados y contorneados, las caras sonrientes, los guiños cómplices. El Carnaval es alegría en estado puro, es el momento en que los humanos nos sacamos el traje de humanos para ser animales, es libertad absoluta, es emparejamiento social y moral.
El año pasado también hablé del carnaval, allí recordaba a las “bombuchas”, al agua florida, a la Avenida Freyre con sus corsos barriales. Tuve muchas veces el honor de conducir muchos carnavales, también los bailes que se hacían en Unión y Colón, y son esos recuerdos de relocas noches que nunca voy a olvidar.
Hoy mi ventana se llena de esos ruidos acostumbrados de la noche, pero también me llega ese sonido de carnaval, ese rumor de felicidad desbordada, ese murmullo de noche liberada. Hoy las noches santafesinas tienen otro color, el color de la alegría, el color del carnaval.
El sonido de las murgas que pasaban eran la banda de sonido de esa lucha chicos vs. chicas, en donde las armas más utilizadas eran el machete con chifle, las bombitas de agua y la nieve artificial. Nadie se enojaba, todo era fiesta.
El bullanguero sonido del carnaval empieza a sentirse en las noches de finales de febrero, la bulla despierta los fantasmas de tradiciones ancestrales, de aquellas saturnales y paganas fiestas de antaño, en su repetitivo golpe de tambor y movimientos sincopados de pies descalzos.