“Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, dicen que dijo el gran físico y matemático griego Arquímedes de Siracusa, y si bien es cierto que fue una exageración, la imagen de la palanca debajo del globo terráqueo se convirtió en una metáfora universal de la fuerza bien aplicada.
Por contraste, esa imagen nos habla de lo que a la Argentina le falta, porque nuestro país flota como un barco a la deriva, con graves averías, y los timoneles disputando la dirección del puerto al que pretenden dirigirse.
El problema lleva tantas décadas como la progresiva decadencia argentina. Pero cada año que pasa la situación es peor, porque los activos acumulados en tiempos de bonanza han perdido valor o se han consumido en todo tipo de aventuras inconducentes.
Hace rato que la Argentina tiene sus cuentas en rojo y no cubre sus gastos corrientes. Ha perdido la confianza interna por la reiteración de las estafas del Estado a la ciudadanía, llámense -para citar sólo las ocurridas desde el restablecimiento de las instituciones en 1983- ahorro obligatorio, punción de plazos fijos, corralito y corralón para los depósitos dinerarios, cepos cambiarios de diversos grados, blanqueos que terminan en trampas, devaluaciones sucesivas que destruyen el valor de la moneda, e inflación sostenida que sólo produce pobreza. También se ha quedado sin el crédito externo por la sucesión de defaults y los riesgos de una economía siempre volátil.
Ante este panorama, sorprende que alguien se pregunte por qué no hay inversión ni llegan capitales extranjeros. La respuesta es tan obvia, que asusta que se haga la pregunta.
Entre tanto, lo único que crece a ritmo sostenido es la pobreza -incuestionable indicador del fracaso nacional- que, para no irnos muy atrás, ha signado el curso de todos los gobiernos constitucionales. Fue la razón del Plan Alimentario Nacional (PAN) puesto en marcha por Raúl Alfonsín en mayo de 1984 para atender las necesidades nutricionales mínimas de unos cinco millones de personas que se encontraban bajo la línea de pobreza (alrededor del 15 por ciento de la población del país), hasta la actual campaña de “Argentina sin hambre, comer es un derecho y no un privilegio”, instrumentada por el gobierno de Alberto Fernández con siete ejes y una abundante literatura de propósitos, pero cuyo fin más urgente y concreto es asegurar el acceso a la Canasta Básica de Alimentos al 35 % de la población que se encuentra hoy bajo la línea de pobreza.
En el medio hubo varios planes más de parecido tipo. Pero lo cierto es que los indicadores son contundentes y la escandalosa progresión resulta incontrastable. Sólo cabe recordar que el pico de pobreza se registró en 2002, luego de que colapsara el dique de contención de la Convertibilidad y sumergiera en esa trágica experiencia a cerca del 60 por ciento de la población.
En todos estos años, mientras los políticos diseñaban planes de mitigación del fenómeno -lo que objetivaba su cruda realidad-, ponían parecida energía en discursos distractivos u operatorias fraudulentas respecto de los índices oficiales, como el Indec de Guillermo Moreno.
Estos comportamientos esquizofrénicos de hablar de la pobreza y a la vez negarla, atravesaron a todos los gobiernos. Partícipes de las reuniones de gabinete de Carlos Menem, recuerdan que la mera referencia a la pobreza, como efecto colateral del exitoso Plan de Convertibilidad, le provocaba reacciones de enojo incontrolable.
A su turno, durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, la reacción era negacionista. El problema no existía. Durante su gestión como ministro de Economía de la Nación, Axel Kicillof llegó a decir que hablar de la pobreza era “estigmatizante” y que los números de aumento de la pobreza estimados por consultoras e instituciones privadas, entre ellos el Observatorio de la Deuda Social Argentina (UCA), hoy muy reconocido, eran falsos y sólo pretendían “negar los logros alcanzados respecto de la baja de pobreza, el desempleo y la desigualdad en los últimos diez años (de kirchnerismo)”. Por su parte, en el extremo de la provocación, Aníbal Fernández soltaba una de sus típicas “anibaladas”, que convertía el drama en sainete, al afirmar que en nuestro sufriente país la pobreza era inferior al cinco por ciento y estaba por debajo de los indicadores de Alemania.
El tema de la pobreza también marcó a fuego al gobierno de Mauricio Macri, quien, formateado en las tácticas de la publicidad política, llegó en la campaña presidencial a establecer como insólito objetivo el logro de la “pobreza cero”, mucho más allá del “hambre cero”, de por sí muy difícil de alcanzar. Más aún, afirmó que, al cabo de su gestión, su gobierno debería ser evaluado en función de este objetivo, y de cuán cerca o lejos hubiera quedado. Hoy, el ex presidente, ha reconfirmado que “el pez por la boca muere” y que no se puede confiar ciegamente en los golpes de efecto imaginados por el coaching político.
Ahora, Alberto Fernández, su sucesor, toma a la pobreza desde otro ángulo, y la convierte en insumo de su programa político “para terminar con su mayor vergüenza, que es el hambre”. Y de paso machaca sobre el fracaso de Macri y Cambiemos (hoy, Juntos por el Cambio). El combate contra el hambre se convierte en la fuente de todas las emergencias.
A la vez, afronta una complicada negociación con los acreedores externos en dos frentes: el del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el del sector privado (en general nucleado en fondos de inversión). Y les dice a todos que, para poder pagar, primero hay que hacer crecer la economía, observación en la que todos están de acuerdo. La gran duda, y los potenciales desacuerdos, radican en el cómo. Porque nadie ve con claridad el camino que transitará el gobierno para inyectar confianza a la idea del crecimiento.
Es que sus primeros pasos son tambaleantes. Ratifica que el gasto público es inflexible a la baja, lo que confirma las cuentas en rojo, y el discurso del crecimiento se contradice con las primeras medidas efectivas, que golpean al sector más genuino de la economía nacional, compuesto por las producciones de la ruralidad y los complementos de la agroindustria. También afectan a la economía del conocimiento, en rápido desarrollo merced a estímulos fiscales que ahora se reducen o desmontan. Y crecen las dudas sobre Vaca Muerta. Se exalta el mercado interno, aunque la carga impositiva enflaquece los bolsillos de la clase media, con la consiguiente reducción del consumo, mientras se castiga a los que generan ingresos de dólares -que el Estado necesita de manera imperiosa para afrontar sus deudas- mediante sus exportaciones. Así, el discurso del crecimiento se vuelve incomprensible. El frente interno se encrespa y el externo descree. Volvemos a encerrarnos en un círculo vicioso.
Es el momento de repensar pretendidos e inconducentes retornos al pasado, y contrastarlos con la vigencia simbólica y movilizadora de la palanca de Arquímedes.
La Argentina tiene los recursos necesarios para crecer en serio, para movilizar sus riquezas potenciales, en vez de atascar las actividades con la manea de vetustos prejuicios convertidos en dogmas ideológicos. Urge destrabar mecanismos de sujeción acumulados durante décadas, lo cual implica, en primer término, cambiar la polaridad de la burocracia, ponerla en positivo, en productiva, mejorar su eficiencia, su capacidad de respuesta. En vez de despedir gente hipótesis imposible por sus consecuencias sociales-, hacerla participar de la transformación del país.
La Argentina dispone de las diferentes fuentes de energía que el mundo emplea, tanto las que se necesitan para mover los equipos que posibilitan la vida moderna (hidrocarburífera, hidráulica, solar, eólica, por mencionar las principales y con mejores perspectivas de crecimiento); como las que aportan las proteínas que los seres humanos requieren para alimentarse y poder hacer sus vidas.
En conjunto configuran el punto de apoyo que nuestro país necesita para mover su economía, sumar actividades, agregar valor, diversificar productos y mercados, salir de la trampa de la frazada corta, multiplicar el trabajo, honrar las deudas y esbozar un futuro creíble.