Han terminado los días de Carnaval, que entre pitos y flautas redondean una semana. Antes eran los días de una consentida subversión de los hábitos de la vida normal; ahora se reducen a pintorescas celebraciones que, con variantes, evocan a un devaluado dios Momo, encarnación del sarcasmo y la liberalidad. Antes, eran unos días de permisos catárticos, en los que se invertían el arriba y el abajo detrás de máscaras que ocultaban rostros y habilitaban desenfrenos. Eran sólo unos días de aceptados excesos que precedían a la Cuaresma, período que, sobre todo en el Medioevo, constituía un ciclo penitencial de cuarenta días para que los fieles del cristianismo se prepararan mediante ayunos y abstinencia sexual para recibir, purificados, la Pascua de Resurrección de Jesucristo, el paso simbólico de la muerte a la vida.
Desde el Concilio Vaticano II, las antiguas prácticas -que no siempre fueron respetadas en la vida real- resultaron morigeradas, a tono con los tiempos modernos, por otras menos estrictas. La penitencia cedía terreno. Ahora, los usos sociales han reducido de modo ostensible la significación religiosa en la vida de las sociedades occidentales, que buscan el placer todos los días del año. Y aunque la fiesta del Carnaval mantenga vigencia, sobre todo como espectáculo, en países como Brasil y ciudades argentinas como Gualeguaychú; en diversos pueblos del mundo quechua (con versiones propias), en ciudades de España e Italia, como Valencia y Venecia, en la tradición francesa de la norteamericana Nueva Orleans (Mardí Gras o Martes Graso, sinónimo de la última comilona previa al ayuno), lo cierto es que como práctica transgresora de los pueblos también se ha ido apagando. Queda la pura diversión, a menudo organizada por las autoridades políticas municipales o comunales en busca de seducir ciudadanías y aumentar apoyos, situación que invierte el originario sentido transgresivo contra el poder establecido. Poco importa, porque en nuestro tiempo todo el año es carnaval, y las máscaras funcionan a destajo, día a día, hora a hora. Se trata de nuevas máscaras, porque no son físicas, explícitas, sino que se sobreimprimen, invisibles, en los rostros cotidianos, en las caras de todos los días, en las que llevamos puestas también en la intimidad.
Éstas son las máscaras más temibles, porque ocultan tanto como dejan ver. Son las que usan a diario con naturalidad muchos integrantes del mundo de la política, de la Justicia, del empresariado, de las dirigencias sindicales, del deporte, del mundo de espectáculo (que además son expertos en trabajar las máscaras de la actuación), del comerciante, del ladrón, del homicida, de quien sea, porque a la mayoría le gusta tirar la piedra y esconder la mano.
Con la expansión de la desconfianza en la sociedad por la reiteración de fracasos destructivos, y la omnipresencia de los medios de comunicación, ampliados con la incorporación de las redes sociales, ha crecido sin parar el arte de la simulación. La mayoría ha aprendido a mentir ante las cámaras, o al menos intentarlo, aunque a muchos se le note a la legua.
Vivimos un tiempo de transformaciones gigantescas, de surgimiento de nuevos hábitos y creencias, de pérdida de valores que entendíamos trascendentes, de volatilización de referencias; de hallazgos científicos y aceleraciones tecnológicas que inducen rápidos cambios mentales, de transformación de los sistemas de producción, de aparición de nuevos pensamientos, de fracturas en la antigua racionalidad, de lógicas distintas, del triunfo de las materialidades sobre las pulsiones del espíritu, de la banalidad bulliciosa sobre la seriedad circunspecta.
Las búsquedas con propósitos de verdad son aburridas; lo que divierte son los juegos electrónicos, las competencias virtuales, los bailongos, el espiar la vida de los otros, seguir las orientaciones de los influencers en las batallas tácticas de la publicidad digital y ser influidos por ellos sin activar defensas, disfrutar de la condición de conejitos de Indias manipulados por la información cada vez más potente que colecta sobre cada uno de nosotros el Gran Hermano de Internet, vislumbrado a mediados del siglo XX por George Orwell en la distopía futurista de su novela “1984”.
No obstante, como el miedo no es zonzo, muchos intentan enmascarar sus identidades con nombres de fantasías o cuentas falsas, que además se usan para atacar a otros y descargar los odios que la insatisfacción con ellos mismos le provoca.
Por distintas razones, las mascaradas se multiplican, máxime ahora que se potencian las actuaciones de los comisariatos políticos y la dictadura del pensamiento políticamente correcto, al punto que se establecen leyes que consagran medias mentiras como verdades absolutas, en tanto que los organismos contra la discriminación deciden qué palabras se deben o no usar. Los eufemismos florecen, mientras se marchita el repertorio expresivo con cuyo uso amplio se puede construir pensamiento más complejo.
Las libertades se encongen al ritmo que crecen los diktats de los gobiernos, tendencia que conspira contra la riqueza de lo diverso y la genuinidad de las opiniones. Es hora de relatos oficiales, donde, por ejemplo, la solidaridad, que por naturaleza y definición es consciente y voluntaria, se usa en el título de una ley que se basa, con crudeza, en el poder coactivo del Estado. El disfraz campea en textos legislativos y propósitos políticos, que pretenden obtener emergencias en cadena para escapar de los controles institucionales de la arquitectura republicana.
En fin, hay tantas máscaras operativas en la vida cotidiana, y tanta teatralidad en los escenarios de la política, que la ficción se ha apoderado de la realidad para moldearla al libreto.
Los días de Carnaval han terminado, pero su esencia originaria se ha trasfundido a la vida diaria. Las máscaras se han naturalizado, se han absorbido en los rostros comunes, y las conductas transgresivas impregnan nuestros días en todos los planos. Por eso los resultados no pueden sorprender.