El miedo no es zonzo. En pocos días, la Argentina es otra. La pandemia del virus coronado ha cambiado protagonistas y conductas. Ya no se escuchan las diatribas del patagónico Oscar Parrilli contra el campo; y Cristina Kirchner ha hecho mutis por el foro con la excusa, siempre a mano, de un nuevo viaje a Cuba para visitar a su hija Florencia. Por primera vez, Alberto Fernández se perfila como incuestionado presidente de la Nación, a cargo de un barco con severas averías. Ante la lenta respuesta del Ministerio de Salud Pública no dudó en abrir el juego y convocar a los principales infectólogos del país, piensen lo que piensen en términos políticos. La emergencia abarca a todos los argentinos y es probable que, en muchos casos, los saberes de los presuntos “adversarios” puedan salvar vidas de quienes los tienen en sus miras de odios fabricados.
El gobierno se ha puesto en marcha e instrumenta una amplia batería de medidas preventivas en lo sanitario, activadoras en lo económico, contenedoras en lo social. El peronismo se siente cómodo en un escenario de economía de guerra, con la singularidad de que esta vez el enemigo es invisible. El desafío lo vivifica. La mayor parte de la sociedad responde. Crecen los niveles de responsabilidad y, después de mucho tiempo, lo esencial vuelve a ser esencial, empezando por los servicios públicos, hasta hace poco travestidos por un sindicalismo que suele caer en comportamientos irracionales.
Si la catástrofe tiene un lado bueno es que repone la sensatez donde reinaba el desvarío, fortalece el cumplimiento de las normas en un país enfermo de anomia, promueve comportamientos solidarios donde predominaba un sectarismo cerril y prioriza la responsabilidad sobre las habituales reacciones argentas de “dale que va” o “no pasa nada”; es tiempo de privilegiar la antigua máxima que establece que “es mejor prevenir que curar”, y podría agregarse: en todos los sentidos. Es, por lo tanto, una oportunidad para repensar el tejido de relaciones entre argentinos obligados a convivir en una patria común más allá de sus respectivas fobias. La argentinidad no es patrimonio de ningún sector o partido, nos signa a todos los que tenemos con nuestro país un vínculo de pertenencia.
Si el peligro nos vuelve sensatos, y la sensatez nos apacigua, deberíamos pensar qué pasaría si en vez de vivir la cotidianidad como una guerra de baja intensidad, probáramos con una convivencia que, sin negar las tensiones propias de la condición humana y de la variopinta realidad social, le diera oportunidad al diálogo y la búsqueda de acuerdos a través de síntesis superadoras de las posiciones a ultranza.
Potenciar las energías positivas en busca de destinos mejores, comportaría un salto de calidad en nuestros esfuerzos, y un significativo aumento de la productividad social. Lo vamos a necesitar, porque una vez concluido el ramalazo de la peste, el mundo reanudará su marcha con una fuerza que hoy, en medio del derrumbe económico, es difícil de imaginar.
Pero ya hay pistas. Frente al costo pavoroso de la paralización de la economía planetaria y los daños provocados en todos los gradientes de la sociedad mundial, se impone, a la salida, un programa de reactivación de vastos alcances. El Fondo Monetario Internacional, por ejemplo, ha vuelto a hablar de la necesidad de un programa global de asistencia crediticia de un billón de dólares; y de préstamos de baja tasa a países deteriorados de hasta 50.000 millones de dólares, monto similar al acordado a las apuradas al gobierno de Mauricio Macri el año pasado, sólo que ahora se concederían con plazos razonablemente más largos. Y, por cierto, con compromisos de repago basados en programas económicos creíbles.
No es la primera vez que en los organismos multilaterales de crédito y en las cumbres de la economía mundial se habla de este monto, sobre todo cuando se trata de procesos de reconstrucción a gran escala. Lo que ahora se propone recuerda, como antecedente remoto, el Plan Marshall instrumentado para Europa Occidental luego de la Segunda Guerra Mundial.
Pero entre los precedentes más cercanos se puede mencionar el rescate de 2009, luego de la tremenda crisis financiera originada por el generalizado fraude de los préstamos hipotecarios sin respaldo efectivo en los EE.UU., crisis que se contagió al mundo. En aquella oportunidad, el G20, reunido en Londres, habló por primera vez de constituir un stock de intervención de un billón de dólares para reanimar a la economía global.
En rigor, se hizo algo más que hablar, se acordó aumentar los recursos del FMI para contribuir a la financiación del comercio internacional e incrementar la ayuda a los países más pobres. También se convino endurecer la regulación del sistema financiero, para evitar que esa enorme inyección de dinero terminara convirtiéndose en un nuevo negocio para unos pocos.
Aquel incremento de recursos fue la respuesta a una petición de Estados Unidos, causante principal de la crisis, con el objetivo de combatir la recesión. A cambio, su gobierno aceptaba el planteo asociado de Francia y Alemania de acentuar la regulación financiera, con normas eficaces para controlar la remuneración de los bancos, la actividad de los fondos de cobertura y los paraísos fiscales. A la vez, acordaron señalar públicamente a los países con prácticas proteccionistas. En suma, todos adhirieron al propuesto combate contra los capitales en negro que, procedentes de los ilícitos de la política, el narcotráfico y el lavado de activos, se refugiaban en diversos paraísos fiscales que recuerdan a la caribeña Isla de la Tortuga en el siglo XVII. También se pusieron de acuerdo en la necesidad de denunciar a los países que pudieran beneficiarse de créditos de baja tasa con propósitos de reactivación, para luego encerrarse con protecciones especiales dentro de sus fronteras.
En 2012, frente a la crisis que complicaba en extremo a la zona del euro, el FMI volvió a hablar de la necesidad de reunir un monto de un billón de dólares para responder a la emergencia. De aquel rescate quedan en pie los ejemplos de Irlanda y Portugal, países que luego de hacer esfuerzos muy importantes, con las correlativas restricciones sociales que implica ajustarse el cinturón, han tenido éxito en términos de crecimiento y constituyen casos de estudio entre los economistas. Grecia, más parecida a nosotros, sigue penando, pese a haber recibido cuantiosa ayuda de la Unión Europea, que a través del FMI repartió entre las tres repúblicas unos 130 mil millones de dólares.
La frecuencia de las crisis financieras se acorta en sintonía con la veloz circulación de informaciones -incluidas las falsas y las manipuladas- y las reacciones instantáneas de un hipercapitalismo con riesgos de implosión. Lo cierto es que a la estudiada hipótesis del impacto financiero que una catástrofe verde pudiera provocar, se agrega ahora la amenaza de descontroles bacteriológicos y virales en un planeta agredido de continuo por factores antrópicos. Los riesgos corren a la misma velocidad que el crecimiento y aceleran las respuestas (epidemias y catástrofes naturales) de un planeta que sufre una presión inédita.
La pandemia que hoy experimentamos en vivo y en directo, es, como dije al comienzo, una buena oportunidad de aprendizaje masivo. Las crisis resumidas más arriba nos brindan información sobre lo que podemos esperar de los organismos internacionales en esta nueva circunstancia. Está escrito en los sucesivos acuerdos de rescate, y se conocen los resultados producidos de acuerdo con las distintas respuestas dadas por los países en rojo. También se sabe que a las problemáticas cada vez más complejas del siglo XXI no se les puede responder con un manual de sobrevivencia de la Segunda Guerra Mundial.
La recuperación de la noción de esencialidad nos devuelve al eje. En vez de hablar de bueyes perdidos tenemos que centrarnos en nuestras potencialidades reales y desarrollarlas: economía del conocimiento, agroindustria; alimentos para el mundo, a la carta y con valor agregado, con materias primas y procedimientos de transformación trazables, certificaciones de calidad y origen. Enormes desafíos. En no mucho tiempo el mundo volverá a crecer con fuerza. La coyuntura nos muestra que podemos organizarnos rápido, que las coordinaciones entre jurisdicciones funcionan, que mantenemos capacidad de respuesta pese a nuestra decadencia. Vuelve a resonar a la distancia aquella sugerencia del pensador español José Ortega y Gasset: “¡Argentinos! ¡A las cosas, a las cosas!”.
El peronismo se siente cómodo en un escenario de economía de guerra, con la singularidad de que esta vez el enemigo es invisible. El desafío lo vivifica. La mayor parte de la sociedad responde. Crecen los niveles de responsabilidad y, después de mucho tiempo, lo esencial vuelve a ser esencial, empezando por los servicios públicos.
Debemos centrarnos en nuestras potencialidades y desarrollarlas: economía del conocimiento, agroindustria; alimentos para el mundo, a la carta y con valor agregado, con materias primas y procedimientos de transformación trazables, certificaciones de calidad y origen. Enormes desafíos. En un tiempo el mundo volverá a crecer con fuerza.