Está perdido el Siglo XX y no entendemos qué pasa. La comprensión, como fenómeno visible y tranquilidad, respiración adentro, no aparece. La peste en mi pago trae coordenadas claras pero inasibles.
Los humanos en sociedad queremos atrapar la imprevisibilidad y contener las paredes, que se queden quietas. No sucede como deseamos.
Está perdido el Siglo XX y no entendemos qué pasa. La comprensión, como fenómeno visible y tranquilidad, respiración adentro, no aparece. La peste en mi pago trae coordenadas claras pero inasibles.
La propuesta, ante la falta de entendimiento, es esta: estamos en el Siglo XXI y no es posible, con aquellas herramientas, juzgarlo o mejor: atraparlo. Los humanos en sociedad queremos atrapar la imprevisibilidad y contener las paredes, que se queden quietas. No sucede como deseamos. Seamos burdos: nos están derrumbando las relaciones parentales que nos vieron vivir. Que ayudaron a vivir.
Una partícula, que ni siquiera es un ser vivo, tiene desarrollado un programa que, cuando se asienta en una célula, la convierte en un arma para crecer y expandirse. Eso es el virus que nos convoca. No es difícil la generalización sobre “amigo / enemigo”.
La información sobre la partícula tiene grado de comunicación 100 en el Universo. No existe punto del planeta donde esto no se sepa. El secreto no existe. Aparece, esto sí que se trasladó del Siglo XX y, tal vez, desde siglos anteriores, pero las naciones, los Estados y los Estados Continentes, vienen del Siglo XX, en ellos aparece, como persistencia del período anterior, una diferenciación en el grado de instrucción y de posibilidades. El Siglo XXI no sostiene inocencias. Las enfrenta, confronta la comunicación universal este punto: no sabíamos de qué se trataba. Este punto, la certificación de la vida en público, aquello que advertía Baumann (nos desnudamos frente a Facebook) es una regularidad. Todos sabemos de qué se trata.
Parados en la cima que da el estar vivo en este instante, temporal supremacía, la mirada al infinito que se fue por detrás, al pasado imperfecto, en cuanto a que lo revisamos diariamente y, diariamente, reformulamos sus hechos, lo cambiamos, pone a Hiroshima y el Tercer Reich como el fin de la era moderna y el comienzo de lo que se entendió: pos modernismo. El coronavirus troca los espacios. Nos enfrenta con una clasificación. La peste mundial cierra el Siglo XX y sus categorizaciones. Lo que conocíamos no vale. No como antes.
Las formas de gobierno de los diferentes grupos sociales también ha tenido su conmoción, de la que aún no salen y de la que, esto es fácil de advertir, no se saldrá sin cambios aparentes y reales, de fondo. Habrá simulaciones y corrimientos.
Un virus que se combate con agua, jabón y limpieza, que se frena con el aislamiento y se conoce en su secuencia, que se sabe que no es bacteria, sino disparador de células como soldados kamikaze del propio organismo se insiste: lleva a una generalización que trae, es inevitable, el juicio diferente ante comportamientos disímiles para un mismo proyecto: salvarse. Secundariamente salvar a la sociedad del virus. El hecho más duro es el comportamiento individual y el comportamiento colectivo. Erich Fromm se frotaría las manos diciendo: ”Hombre Masa, te lo dije”.
En El Rey de Corazones su director, Philippe de Broca, pone al protagonista (Alan Bates, que después sería el hombre común al que Anthony Quinn le dice que baile ante la tragedia, con la música de Theodorakis sonando y el texto de Kazantsakis, indicando la caída de los piolines y los hombres dejando de ser títeres), de Broca propone que juegue con la bailarina trastornada (jovencísima y bellísima Genevieve Bujold) en un pueblo donde se fueron todos y solo quedan los locos, porque los cuerdos abrieron la puerta del “loquero” antes de huir de la guerra y estos, los locos, lo proclaman Rey. Un mundo de “locos lindos” usando las instalaciones que los cuerdos abandonaron. Primera Guerra. Bates compone un soldado “palomero”, de Comunicaciones con palomas, que va a desenterrar bombas. El Director juega con los mensaje: todos, aún los locos y tal vez estos mejor que mejor, todos conservan una ilusión. Un orden. Un porvenir.
Necesito interrogar (me) necesito mirar (me) sobre qué hacer en el Siglo XXI. Creo que eso es lo que llegará a los que sobrevivan al coronavirus. Espero estar. El tema es la esperanza. Qué formas adoptará. Recurramos a un viejo sabio y malvado que, sobre la ilusión colectiva, escribía lo que sigue.
“Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas amigo mío. Habiéndole enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, me respondió que compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos un sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Se trataría de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente también consumida en ellos. Sólo gracias a éste sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión”. Don Segismundo dijo.