El aislamiento obligatorio no cura. La curva de pico de contagio se corre hacia adelante porque la cuarentena se prolonga y, mientras no salgamos a la calle, el contagio se minimiza... por ahora.
El aislamiento obligatorio no cura. La curva de pico de contagio se corre hacia adelante porque la cuarentena se prolonga y, mientras no salgamos a la calle, el contagio se minimiza... por ahora.
Si la incubación demora dos semanas hasta que la enfermedad se manifiesta (cuando lo hace) y el aislamiento se posterga hasta fines de abril, es un hecho que el pico estará a mediados de mayo. Si se posterga el aislamiento hasta mediados de mayo, el pico se proyectará -días más o menos- hasta principios de junio. Y así.
Mientras no haya vacuna, para cuando salgamos al espacio público -hoy, el mes que viene o en diciembre- el riesgo de un sistema de salud colapsado y de más muertes reaparece. Ni siquiera los defensores de la inmunidad del rebaño (los que se curan nos van protegiendo progresivamente) están hoy seguros; los epidemiólogos aún no descartan que sea posible volver a contagiarse.
Singapur, que apeló a la conducta de una cultura sumisa y a muchos test en al calle, teme hoy por un rebrote. Alemania todavía no puede configurar un sistema que le permita con certificados o pasaportes de inmunidad, test masivos, dispositivos (pulseras o móviles) de seguimiento y barbijos para todos, ordenar una vuelta segmentada al trabajo.
La Argentina no tiene homogeneidad sociocultural a la hora de cumplir el aislamiento, ni posee barbijos para todos.
Hay 1,3 millones de personas que violaron la cuarentena, los test no alcanzan para hacer un muestreo metodológicamente significativo y las aplicaciones móviles no están desarrolladas para la verificaciones estatales de posibles contagios a partir de la geolocalización.
Poliarquía viene evaluando por semana lo que sucede en el país. Alejandro Catterberg, advirtió que la adhesión de más del 80 % de los argentinos a la gestión sanitaria del presidente Alberto Fernández empezó a debilitarse a partir de la salida masiva de jubilados a las calles para cobrar ayudas asistenciales, el amague de estatización del sistema privado de salud, la postulación ejemplar de Hugo Moyano, la evaluación de nuevos impuestos, los sobreprecios en la compra de alimentos para ayuda social.
A la hora de evaluar el temor de la población, Catterberg advirtió que la adhesión al gobierno nacional es alta entre quienes cobran plata del Estado (empleados públicos, beneficiarios de planes, jubilados) pero disminuye entre los que viven del cuentapropismo, los empleados de empresas privadas o las grandes firmas. Eso no distingue clases sociales y regiones geográficas; la grieta está entre los que cobran del gobierno nacional y los que no; gobernadores e intendentes que no sean del conurbano y que tienen el respaldo de Cristina, se cuentan entre los damnificados políticos de la discrecionalidad.
Sin embargo la miseria partidaria no sirve. Un ex candidato kirchnerista, empresario de La Matanza, echó gente en su empresa. Y la policía del gobierno de Axel Kicillof reprimió a los trabajadores. Y el secretario de Seguridad que puso Cristina en la provincia se excusó diciendo que no avala lo que su propia tropa protagonizó, a uno y otro lado de la violencia social e institucional.
La empresa no tuvo ayuda; ninguna podrá pagar salarios si no hay actividad. Una planta de Dánica en Buenos Aires echó a 5 trabajadores; ni el paro clásico del gremio ni la multa a los dueños de la firma le devolverá el salario a los empleados ni los impuestos al fisco, que sólo procurará más debilidad relativa el día que, en lugar de volver a producir, encuentre un conflicto jurídico en el camino. El abordaje clásico no sirve en un mundo que cambió dramáticamente.
No hay alternativa en lo inmediato: el Banco Central imprime billetes y arriesga más inflación ante controles inútiles en una economía recesiva. Es un mal menor ante las cuasimonedas. Pero la gestión asistencialista para unos y dogmática para otros no salvará a la economía. El crédito para pagar salarios no se sostiene.
El presidente no es un ministro de Salud enfocado en la táctica infectológica; es un mandatario que por cierto está obligado a minimizar los riesgos de la bomba biológica, pero también a observar que la inacción económica e institucional, agravará las posibilidades del estallido social.
No lo admite porque no es políticamente correcto llevar helicópteros de las FFAA para patrullar al conurbano bonaerense. No sólo es por persuasión que está en Ejército en zonas de alto riesgo social. El “patrullaje” on line de la ministra de seguridad es una confesión de parte, que releva al argumento de la necesidad de más evidencia.
No se puede cuestionar razonablemente la administración de Alberto Fernández en materia sanitaria. Goza del diseño de especialistas y el consenso de los gobernadores. Pero en materia económica la Casa Rosada no ha mostrado ninguna perspectiva ante la disyuntiva de hierro. La situación demanda que las instituciones democráticas estén en pleno funcionamiento, trabajando para el mando presidencial como lo hacen los epidemiólogos, los enfermeros, los médicos, los cajeros y repositores de supermercados, los petroleros o los recolectores de residuos. El genérico (permítanmelo) incluye por supuesto a las mujeres.
Alberto Fernández no se sentó a la mesa cuando la UIA, la Cámara Argentina de Comercio y la CGT fueron convocados a Casa Rosada. Ni responde a las preguntas de los líderes legislativos de la oposición. La crisis de la pandemia no requiere de un conductor de movimiento invocando la unidad voluntarista desde el sesgo ideologizado; lo que necesita es un estadista eficiente, capaz de construir consensos y liderar la gestión en el disenso, sin resentimientos y sin corrupción. Alguien que asuma el dilema de hierro, que sepa que habrá que asumir costos, incluso en vidas humanas, procurando no agravar el camino dentro de lo humana y políticamente posible.