"Me diste en oro un puñado de amigos, que son los mismos que alientan mis horas...” Cafetín de Buenos Aires. Enrique Santos Discépolo
Soñar es algo así como facetar una piedra que pronto será preciosa, y considero que es igual al acto de escribir, al menos así lo siento cada vez que me dispongo a contarles algo. La hoja es un diamante en bruto que va tomando la forma de una preciosa joya en cuanto las palabras le dan la forma deseada para que brille por sí sola. Cuando era mucho más joven, la escritura era una tarea, era una redacción obligatoria sin precisión alguna, solo era el momento que le dedicaba a la imaginación, el poder hacer malabares con la palabra, era el “clak clak” incesante de la máquina de escribir de algún pariente muy cercano, hasta que pude tener la mía. Me fascinaba ver cómo las letras quedaban capturadas en el papel, cómo se metamorfeaban en oraciones completas y cómo los párrafos iban tomando cuerpo. Aprendí a usar la máquina de escribir porque en mi tan enrevesada manera de pensar y actuar, cuando usaba un papel a modo de ayuda memoria, lo que menos hacía era ayudarme... Mi letra no es caligráfica, tampoco llega al nivel de jeroglífico, pero se asemeja, mucho, a los símbolos cuneiformes; entonces deducirlos es algo así como confrontar a lo que se enfrentó Jean-François Champollion cuando descifró la piedra Rosetta. La contienda que mis neuronas libran con mi motricidad fina es titánica, soy una especie de absurdo animal que tiene por manos un complejo sistema de dedos que asemejan a cinco muñones estáticos y amorfos, mi visión periférica está acotada a lo que tengo frente a mi nariz y no mucho más allá, mi caminar de petiso retacón, es una especie de balanceo de bote con los brazos como remos, mi cuerpo al caminar posee movimientos semejantes a una pequeña lancha que se zarandea al compás de las olas de un mar bravío pero constante y con los remos abiertos como alas; en el proceso de movilización del punto A al punto B, puedo chocar, tirar, romper, rozar, empujar y todo aquello que puede hacer un elefante metido en una tienda de cristalería. Por si fuera poco, vine a enterarme por amigos, libros y profesionales de la salud mental, que puedo llegar a tener el déficit de atención... a los demás. No es joda, tampoco es grave para mí, sí para los otros que no me siguen el hilo de la cuestión porque me pongo a divagar y a hacer chistes o salir al paso con cualquier cosa que no tiene nada que ver con lo que se está debatiendo. Mis amigos lo sufren. Ahora lo sufren más por teléfono.
Los sueños de esta “Peisadilla” de cuarentena son de larga distancia, sin operadores de cables, sin frituras de estática que contaminan el éter; sin onda corta pero sí con larga nostalgia. Los días por venir no auguran un buen porvenir. Los encuentros de hoy en día están en “stand by”, latentes los abrazos, latentes las reuniones, los agasajos, los festejos, el café con los amigos.
Hoy todos los días son en familia, uno navega por la red y abundan los consejos e ideas de profesores, maestros, deportistas, artistas y todo aquel que expresa con deseo que existe una mejor manera de pasar estos días que nos agobian, que saturan con las pesadas horas que no pasan, que pasan rutinariamente lentas.
Con el paso de los años las raíces que nos unen con nuestros amigos se tornan más profundas, descansamos sobre la fortaleza y la base de tantos años de conocernos, disfrutamos de la sombra y la tranquilidad de saber que nos pertenecemos sin la necesidad de la presencia diaria. Sin embargo, desde hace varios años -que deben sumar décadas-, cumplimos con el ritual sabatino de encontrarnos en la mesa de café, ritual que lamentablemente se vio truncado por los acontecimientos hartamente conocidos.
Nuestra mesa de café es parte importante de la dinámica de nuestro grupo de amigos, amigos del alma, amigos de toda la vida, nuestro café no es solamente una infusión, es un pretexto, es la excusa perfecta para ser lo que somos y recordar lo que fuimos. Solo un par de horas son suficientes para que las risas y las anécdotas fluyan, se matizan entre medialunas y furtivas miradas a las bellezas de nuestra tan santafesina peatonal, es nuestra peña, es la peña de los muchachos que antes sí usaban gomina, y que ahora también. La habitualidad de tan hermosa costumbre, tan arraigada en los argentinos, hace de la mesa de café una especie de terapia grupal, como le llamamos, nuestra “Mesaterapia”. Ahí me veo, con mi síndrome de déficit de atención, prestando atención a mis amados amigos de siempre, con el gritón, el componedor, el correcto, el chistoso, el genio, el actor... Y todos somos algo de eso y algo de aquello, todos tenemos como hilo conductor la amistad; más allá de nuestras alarmantes diferencias, somos tan parecidos que parecemos uno solo; y más allá de nuestras alarmantes semejanzas, somos tan diferentes que nuestras divergencias terminan siendo el factor que nos une.
Pasaron apenas 22 días del inicio de la cuarentena, y la mesa de café se extraña, pero sé que allí nos encontrará la post cuarentena, como antes, como siempre. Salute amigos, ya llegará el tiempo de los abrazos nuevamente.
Los días por venir no auguran un buen porvenir. Los encuentros de hoy en día están en “stand by”, latentes los abrazos, latentes las reuniones, los agasajos, los festejos, el café con los amigos. Hoy todos los días son en familia, uno navega por la red y abundan los consejos e ideas de profesores, maestros, deportistas, artistas...
Nuestra mesa de café es parte importante de la dinámica de nuestro grupo de amigos, amigos del alma, amigos de toda la vida, nuestro café no es solamente una infusión, es un pretexto, es la excusa perfecta para ser lo que somos y recordar lo que fuimos. Solo un par de horas son suficientes para que las risas y las anécdotas fluyan.