La pandemia posee atributos reveladores. Por un lado, muestra los abrumadores efectos que la enfermedad y sus miedos implícitos provoca en las distintas sociedades del mundo. Por otro lado, exhibe en pantalla gigante las grandezas y miserias de los seres humanos, sus organizaciones e instituciones en todos los gradientes de las diversas escalas de medición.
Quedan a la vista extraordinarios ejemplos de entrega y solidaridad por parte de personas y organizaciones; y también las miserias -aumentadas por el foco de la observación pública- de los especuladores de todos los tiempos, cebados por las dificultades cotidianas que toda pandemia provoca.
Otra cosa que quedó expuesta con claridad es la insolidaridad de la mayoría de los países con los nacionales de otros países que, por razones profesionales, turísticas o empresariales se encontraban en sus territorios cuando se declaró la pandemia. El rápido cierre de fronteras, de puertos y aeropuertos, bloqueó de manera fulminante a miles y miles de personas que quedaron a la deriva, y muchas veces en el mayor de los desamparos. Muchos esperan todavía el rescate de sus países; otros, como Israel, reaccionaron con rapidez y repatriaron a sus ciudadanos dispersos por el mundo. La Argentina, siguiendo recomendaciones de los infectólogos de consulta, pero también por ostensible carencia de recursos, dejó a numerosos conciudadanos en la estacada para regocijo de nuestros “odiadores” patológicos que confunden a cualquier viajero al exterior con un “cheto” oligarcoide.
También quedó exhibida con nítidos caracteres la insolidaridad entre naciones en la competencia por conseguir recursos para atender la pandemia, como kits para testeo, mascarillas y, sobre todo, los cruciales respiradores, que unos países se los arrebataban a otros a fuerza de dinero en los mismos puertos de embarque. Tal el caso del contenedor grande con respiradores destinado a un Brasil desprovisto de estos equipos para la salud, que fue desviado por los EE.UU. para atención de sus enfermos. Y eso que el Brasil de Bolsonaro es un aliado incondicional de Trump. De pronto, las mieles de la globalización se volvieron amargas.
Con el correr de los días también empiezan a aflorar las mezquindades de la política, el predominio del cálculo pequeño y la pretendida toma de ganancia de imagen en cada acción que se realice, sobre todo en los oficialismos, pero también en la oposición. El segmento cloacal de la comunicación social, muestra entre tanto, operaciones de uno y otro lado, la creciente intervención del troleo como factor de infección de las redes que, en vez de funcionar como vehículos de comunicaciones inteligentes, se convierten en canales conductores de inmundicia social.
Ocurre en nuestro país y en el mundo. A veces, los conflictos que surgen son de menor porte, como el esfuerzo estadístico de los gobiernos argentino y chileno por demostrar quién viene manejando mejor la crisis causada por el coronavirus, compulsa un tanto infantil en medio de un problema mayor que afecta a ambos y que, por cierto, no se reduce a la mayor o menor curva de contagio. Mucho peor es el caso que enfrenta al inclasificable Donald Trump con el gobierno chino, guerra por ahora de baja intensidad en la que busca dirimirse la primacía mundial. La excusa es la pandemia, o su origen, o las demoras de comunicación en que ciertamente incurrió el país de Extremo Oriente, pero la razón de fondo tiene otro alcance: cuál de las dos potencias emergerá como la nave insignia de la recuperación mundial después del coronavirus.
Trump, que en su soberbia enfermiza erró los diagnósticos y sus consecuencias, ha incrementado su bombardeo verbal contra China, producto histórico de una cultura entrenada en la paciencia y en la opacidad de sus planes (salvo en los tiempos explícitos de Mao Tse-tung). Hoy su lema parece ser menos espectáculo, más eficiencia, mayor competitividad.
En cambio, el mandatario norteamericano aparece más histriónico y contradictorio que nunca. Habla hasta por los codos y se equivoca a diario. Eso es malo para una potencia mundial. Peor aún es que, pese a las resistencias internas, Trump haya logrado personificar, de manera estrafalaria, a los Estados Unidos de Norteamérica. Y lo grave en estos días, es que acosado por la pandemia a la que en principio minimizó, y al subsiguiente estrago económico de impensadas proporciones, se vuelve cada día más peligroso. El tiempo corre, a fin de año hay elecciones presidenciales, la salud pública y la economía le juegan en contra, y la desesperación lo induce a producir algún hecho de alto impacto. Por eso, buques de guerra de última generación que integran la Cuarta Flota norteamericana se desplazan por el Caribe rumbo a las costas de Venezuela, donde gobierna otro personaje estrambótico y autocrático. Se acusa a ese país de financiarse con narco-dólares procedentes de la venta clandestina de tóxicas drogas duras a la sociedad norteamericana. El potencial conflicto enciende luces rojas por las eventuales reacciones que pudieran tener Rusia y China, socios del viciado gobierno de Nicolás Maduro en el segmento de los hidrocarburos.
En estos días, con verba épica, decimos que estamos en guerra con un virus que ha sido generado por acciones humanas; esto es, por el consumo de sopa de murciélagos en China. Ya en 2002, en ese país se había originado el virus del Síndrome Respiratorio Agudo Severo, transmitido al hombre por el murciélago a través de su vector, un mamífero salvaje -la civeta de las palmeras- que se vendía como carne en los mercados. En suma, hechos propios que producen consecuencias nefastas.
El coronavirus no está enterado de su presunta guerra con la humanidad, sólo encontró receptores adecuados para su reproducción a partir de consumos alimentarios difíciles de justificar en el país que, ya muy lejos de las hambrunas producidas por las políticas de Mao, registra las mayores tasas de crecimiento en las últimas décadas y puja con los EE.UU. por el liderazgo mundial.
El resurgimiento de China luego de la pandemia es una esperanza, por su influjo en el comercio mundial, pero comporta, a la vez, un gran interrogante acerca de su sostenibilidad. Es que, si retoma el ritmo anterior de crecimiento y contaminación, el planeta volverá a agravarse. Y el costo será cada vez mayor.
China apenas comienza a salir al mundo, sus jóvenes migran a las universidades canadienses de la costa del Pacífico, y a las estadounidenses en general. Nueva York es una gran receptora e impresiona la cantidad de asiáticos jóvenes que caminan por sus calles. No es casual que hoy sea el epicentro de la pandemia.
Las lecciones que deja esta experiencia compartida por el mundo entero, deja mucha tela para cortar. Globalidad, nacionalismo, fuentes de energía, sistemas de producción, nuevas formas de trabajo, salud pública y urbanismo, economía real y mercados financieros, cuidado del medio ambiente, modos racionales de transporte, centralidad de los alimentos, innovaciones científico-tecnológicas, vuelta de tuerca a la comunicación y nuevos programas educativos, cambios profundos en los servicios y, en particular, en el turismo, son temas que merecen análisis y discusiones de fondo.
Entre tanto, la Argentina afronta en forma paralela la destrucción de su empobrecida economía, flagelo que nos atormentará en los próximos tiempos con sus secuelas de derrumbe social, enfermedad y muerte. La quiebra de nuestro país es inocultable. Ya antes de la declaración mundial de la pandemia no podía pagar sus deudas, situación reconocida sin ambages por el mismo Fondo Monetario Internacional. Con reservas escuálidas en el Banco Central y una abrupta caída de la recaudación provocada por la paralización de las actividades económicas, entramos en el peor de los mundos. La única solución a mano es imprimir moneda las 24 horas del día, aquí y en el exterior, porque las impresoras no dan abasto. Se trata de dinero sin respaldo alguno, lo que en el habla popular se denomina “papel pintado”. Es un manotazo de ahogado cuya primera consecuencia es la veloz disparada del dólar por encima de los 100 pesos por unidad. Inestable realidad cambiaria que, pese a los enormes problemas económicos de los EE.UU. y su también desbordante impresión de nuevos dólares, se romperá en una curva ascendente en los días venideros.
Y el problema se agravará si fracasa la oferta que el enigmático ministro Martín Guzmán le presenta a los acreedores de deuda argentina en un marco de gran incertidumbre. El ofrecimiento en cuestión llega precedido por el reciente reperfilamiento unilateral de unos 9.800 millones de dólares bajo legislación local, acto que en el exterior ha sido calificado de default selectivo, lo que también incide en el giro rampante del dólar. Si la prosecución del encierro preventivo de la población y sus gravosas consecuencias económicas se conjugara con un rechazo de los acreedores externos a la oferta del gobierno, la inflación aceleraría su ritmo ascendente, los precios se dispararían y los niveles de pobreza e indigencia acompañarían la curva de una y otros. Si así ocurriera, entraríamos de lleno al destructivo ojo del huracán.
El mandatario norteamericano aparece más histriónico y contradictorio que nunca. Habla hasta por los codos y se equivoca a diario. Eso es malo para una potencia mundial. Peor aún es que, pese a las resistencias internas, Trump haya logrado personificar, de manera estrafalaria, a los Estados Unidos de Norteamérica.
El resurgimiento de China luego de la pandemia es una esperanza, por su influjo en el comercio mundial, pero comporta, a la vez, un gran interrogante acerca de su sostenibilidad. Es que, si retoma el ritmo anterior de crecimiento y contaminación, el planeta volverá a agravarse. Y el costo será cada vez mayor.