Es un completo desastre. Hace dos meses nadie imaginaba que esto iba a ocurrir. Es cierto que en algunos centros o tanques de pensamiento (think tanks) de relieve mundial, desde hace tiempo se barajan hipótesis de lo que podría acontecer si una catástrofe de proporciones afectara el planeta. También se sabe que, sobre todo en laboratorios de análisis financieros, se evaluaba el eventual impacto de una gran catástrofe natural sobre los mercados de valores. Pero pocos sopesaban la probabilidad de que la potencial amenaza se concretara a través de una pandemia vírica de alcance universal, que además de contagiar a millones de personas y matar a cientos de miles, al paralizar la economía mundial, asesina a muchos más por obra de los fantasmas de una ultraactividad que puede ser más destructiva que la enfermedad misma.
No es novedad que el uso eventual de armas biológicas desvela a las potencias mundiales y que, por las dudas, cada una de las más importantes ha desarrollado en sus laboratorios bacterias y virus de alta letalidad que podrían ser usados en una conflagración. Pero estos supuestos, que son usados a menudo como ingredientes del cine catástrofe, en general quedan confinados a los territorios de los imaginados combatientes.
Es cierto que la novelística suele ir más allá, y atraer al público mediante hipótesis de la total destrucción de la humanidad. Es el caso, no lejano, de la novela “Inferno” de Dan Brown, llevada al cine con singular éxito de público. Lo curioso de este caso es que un genetista desarrolla un virus para exterminar a la humanidad, y de ese modo salvar al planeta de los estragos contaminantes provocados por la superpoblación humana. Es una variante de concepciones neutrónicas reales, que evalúan la construcción de armas capaces de destruir la vida y, a la vez, preservar las estructuras físicas.
Pero hoy, todos estos juegos teóricos se corporizan en una simple cadena de material genético protegida por una envoltura de proteínas, a la que por su forma en la visión microscópica se la denomina coronavirus.
Leo en una página de Ciencia que publica el prestigioso diario El País, de Madrid, una explicación bien escrita sobre lo que nosotros, con absoluta ignorancia llamamos “los bichitos”. Reproduzco parte del texto porque me parece de interés: “Los virus son inquietantes porque no están vivos ni muertos. No están vivos porque no pueden reproducirse por sí mismos. No están muertos porque pueden entrar en nuestras células, secuestrar su maquinaria y replicarse. En eso son efectivos y sofisticados porque llevan millones de años desarrollando nuevas maneras de burlar a nuestro sistema inmune. Es una batalla que comenzó hace más de 3.500 millones de años con la aparición de las primeras formas de vida en la Tierra y que continúa ahora con la epidemia global de coronavirus”.
La llave para abrir nuestro sistema inmune es una proteína del virus, que se acopla a una célula humana -protectora de los pulmones- y le introduce su ARN (Ácido Ribonucleico). De seguido, la célula receptora asume como propia su carga informativa, de manera parecida a como operan las noticias periodísticas falsas (fake news) cuando infectan el proceso de comunicación social. A continuación, como también suele ocurrir con la cadena de transmisión periodística, el ARN se encuentra con los ribosomas -centros celulares de traducción- que, siguiendo sus instrucciones para fabricar proteínas virales, se convierten en ámbitos de replicación del coronavirus, al punto de generar hasta unas 100.000 copias de sí mismo en menos de 24 horas. Y, lo que es peor, con la probabilidad cierta de que en el veloz copiado de su secuencia genética puedan producirse mutaciones aún más letales. En suma, algo de la vida íntima del ya popular “bichito” que no es tal, pero nos acosa, y a cuyo estudio están dedicados los principales centros de investigación científica del mundo.
Entre tanto, el falso “bichito” produce daños mucho mayores en la economía mundial, y en tanto esto siga ocurriendo, terminará matando a mayor cantidad de gente por esta vía indirecta. Un efecto particularmente explosivo de esta situación, se está dando en los Estados Unidos de Norteamérica, país que no sólo registra el mayor número de muertos, sino la más elevada cifra de personas que han quedado sin trabajo y que, al momento de escribir esta nota, se proyecta a 30 millones de desempleados. De modo que en poco más de un mes de cuarentena, este fenómeno arrasó las políticas de creación de empleo desarrolladas por el gobierno de Donald Trump, horrible resultado al que debe agregarse el costo adicional de haberse peleado con gran parte del mundo, incluidos aliados históricos, en el esfuerzo por recuperar declinantes segmentos productivos y aumentar así la oferta laboral en su país.
Por si fuera poco, el derrumbe del precio del petróleo a escala global, hiere de muerte a más de 500 empresas de los EE.UU. dedicadas -en su propio territorio- a la extracción de petróleo no convencional a partir de esquistos bituminosos, procedimiento que se realiza mediante distintas técnicas y que, pese al avance de las tecnologías, es más caro que el sistema tradicional, y de dudosa rentabilidad cuando el precio del barril, como ocurre ahora, baja de 50 dólares. Pero, además, en el plano del interés nacional, este tipo de explotación hidrocarburífera contribuye a sostener la autonomía del país en materia de combustibles y a reducir a casi nada su dependencia de otras cuencas petrolíferas externas, lo que representa una estratégica ampliación de su soberanía energética. Las fisuras del gigante se multiplican.
Por las razones someramente expuestas, la caída de los precios del crudo también dinamita en la Argentina el proyecto de desarrollo de Vaca Muerta, al menos en lo que a petróleo concierne (el gas merece otro análisis), y priva a nuestro país de una fuente de recursos de enorme proyección en su momento de mayor fragilidad económica.
Cercada por las deudas acumuladas, externas e internas; el congelamiento de la actividad económica (que de a poco empieza su deshielo), el gigantesco déficit fiscal, los urgidos programas de ayuda a empresas, trabajadores y personas sin actividad (sin financiamiento genuino), el creciente nivel de creación de moneda sin respaldo, los altísimos costos de la emergencia sanitaria, el derrumbe de los precios de nuestras principales materias primas agrícolas de exportación (soja, maíz, etc.), que en general siguen las curvas del petróleo, y la pavorosa sequía que afecta a la cuenca del Plata, con todos sus ríos en niveles mínimos (y la consiguiente afectación del transporte ultramarino), trazan, entre otros, el afligente cuadro de situación de la Argentina en un contexto mundial de crecimiento negativo. En lenguaje popular, este combo se sintetiza en la expresión “estamos en el horno”, mientras esperamos la conclusión de las negociaciones con los tenedores privados de nuestra deuda en el extranjero, cuestión que puede aliviar o agravar la agonía. Pero, en cualquier caso, para empezar a resolver el aplastante peso de la deuda con sectores públicos y privados, es necesario trazar con inteligencia una hoja de ruta que nos conduzca a un verdadero crecimiento. Y, en este sentido, la primera pregunta a plantearse es ¿qué productos argentinos le pueden interesar al mundo? y ¿cuánto valor se les puede agregar para engordar la cuenta de las exportaciones?
En aras de esas respuestas, que parecen simples pero requieren de calidad competitiva en los productos que se ofrezcan, trazabilidad en los procesos de producción, industrialización y comercialización, conocimiento al día de las diferentes legislaciones que pueden dificultar el fluido cumplimiento de los contratos internacionales, entre tantos otros requerimientos, el presidente de la Nación, tal como hizo con los epidemiólogos al convocarlos sin distinciones ideológicas para controlar la expansión del coronavirus, debería llamar ahora, al menos para escucharlos, a economistas de primera línea, factores relevantes de la producción y el trabajo y especialistas en mercados externos, a fin de trazar un boceto apto para impulsar el crecimiento que permita pagar las deudas, obtener dólares genuinos en el intercambio, crear empleo auténtico, reducir los niveles de pobreza que nos avergüenzan y reconstruir la esperanza, que es el combustible de cualquier proyecto duradero.
Hace falta un think tank criollo, con suficiente materia gris como para proponer un futuro viable. La pandemia del coronavirus será controlada en un tiempo no muy largo, pero lo que permanecerá por mucho tiempo son los efectos acumulados por la crónica enfermedad de nuestra economía, que no tendrá remedio si insistimos con las mismas recetas que la produjeron. La duda es si Alberto Fernández, atenazado por una evidente disputa interna en el Frente para Todos, será capaz de salir del círculo vicioso en el que la Argentina está encerrada desde hace décadas.