No he perdido la cuenta de los días y el almanaque lo prueba, pero la peste en mi pago se va haciendo rutina. En la rutina, diferente a los “días de calle”, enfrentados a estos, los días de “dormitorio y cocina” o, también, “días de living y ventana” o, simplemente, “días de encierro y vigilia”, enfrentados los recuerdos y hábitos de aquella vida con hábitos y hechos que mañana serán recuerdos, aparece el aroma en la cocina. Un olorcito.
Además de la gratitud que traen los olores "lindos", un olor que las células pituitarias reconocen, llega al cerebro el impulso de esas, de las células pituitarias y el cerebro, desde un sitio que solo él conoce (el fakin cerebro nuestro) devuelve con la orden: ”qué lindoooo” y nosotros, esclavos automatizados de nuestro cerebro, sonreímos porque, francamente, el olor de ese estofado en la cacerola... qué quiere que le diga; es lindo. Si es lindo es grato, si ser grato certifica eso: la gratitud, el agradecimiento de convivir en la cocina con un bienestar que, por otro lado, es una garantía que no tenemos la peste ya que dicen (ojalá no lo sepa nunca de modo experimental) que el virus quita los olores, enferma, asusta, de modo que sumemos: hace percha las células pituitarias, la conexión al cerebro o el cerebro mismo. Una de las tres cosas o las tres, pero retorcerse con los síntomas de la peste es hablar de la tristeza y la mala onda y no es el momento. Bienvenidos los olores. Nunca es el momento de la mala onda, aparece pero poco y se queda pero no mucho. Cocinar puede quitar la predisposición al bufido, la “mala onda” y es un emprendimiento que, en el encierro, se convierte en pasatiempo, desafío y gratificación. Salió bien. Se huele bien. Volvemos al punto. Un olorcito en la cocina.
La vida de los telefonitos, como la de la computadora, convertida en eje de cuestiones impensadas, como la averiguación de antecedentes de la remolacha azucarera y las más de 200 especies del tubérculo trasandino: la papa, trae recetas. Bueno, de dónde esas recetas, de dónde…
En nuestra civilización, que venía occidental y cristiana, pero no sabemos adonde irá a parar, la cocina tiene un costado que, advertimos en este encierro, se reconoce en el mundo. En el mundo de nuestra civilización occidental y cristiana y muy fenicia, hay canales que las 24 horas transmiten golf, la vida de los primates y las diferentes cocinas. El National Geographic existe cerca del canal de las acciones y los bancos, del que indica como son de lindas y lejanas las canchas de golf y de qué 200 modos diferentes se prepara una barbacoa. Amores o sacrificios, la cuarentena tiene esos costados que no sospechábamos. Televisión en los canales poco frecuentados (por nosotros).
Mirar a las 3 de la mañana, con las velas mal colocadas, desvelados, con el pabilo recortado, despabilados, en el aparato de televisión del dormitorio encendido con el volumen alto un torneo de golf, un programa donde un analista político, programa repetido, explica lo mal que hacen las cosas algunos políticos y el esquema del crecimiento de la peste en Sumatra, Java y Borneo simplifica las cosas. Cambiamos de canal. Vamos con bomba de chocolate y las verduras cortadas en juliana. Es otra cosa. No hay peste en la cocina. Hay utensilios brillantes y, acaso, paisajes raros para preparar los fideos como la nona pero ay, la nona está lejana y la falta de sueño ahí, al instante.
En algún momento la tentación crece, somos hijos del pecado y lo llevamos en la genética social, ya está: cocinemos. Las recetas están. Todas. Con variantes. La cuarentena tiene el filtro del pedido al súper, el delivery y la propina, el barbijo del chico de los mandados y la lista pasada por “correito” o Whatsapp. Elija. Viene todo. Desde levadura a sal marina. Desde tomillo a la paprika (o él paprika… quién sabe) ya que pimentón dulce es eso y así, con traducciones para los tamarindos y la guayaba, la sandía y los tomatitos como aceitunas estamos. Cebolla para llorar, aceite en la sartén para el olor inconfundible. Fritanga. Cocinamos. Rehogamos, encontramos el punto caramelo y dejamos escurrir. Todo es posible siguiendo una receta.
Hay gente que vive de eso. Justamente de eso te quería hablar. Deseo, en esta cuarentena, reivindicar un nombre, uno solo, de una heroína que no es anónima pero, al decir de Atahualpa “y como la vida tiene su ley y su sinrazón, le fue llegando el olvido, y el olvido lo tapó”. El verso habla de un “cantor del Sur” y en este caso el homenaje es para una cantora santiagueña. Copiada hasta el cansancio, sin respeto, con alevosía, a veces con burla por su gracejo y sus verbos, irrespetuosa con los verbos y sus conjugaciones, los finales de las palabras y esa, la inimitable, la comida como “un puema”, pero perfecta para la explicación, en estos días de encierro en que la comida debe respetarse como una tarea cuasi siquiátrica, calmante, conciliadora, terapéutica, en estos días quisiera recordarla contando cosas de una criolla, finalmente de eso se trata. Una criolla a quien copiaron tanto. Su libro es sagrado.
“Petrona Carrizo nació en Santiago del Estero el 29 de junio de 1898. Tenía quince años cuando, escapando de un matrimonio indeseado, se fugó a una estancia, donde desarrolló la destreza en el uso del lazo, las boleadoras y armas, además de forjar su carácter en el entorno masculino de la peonada…”.
Hasta allí su “gauchismo”, su lenguaje y esa independencia en aquellos años. Fin de Siglo.
“Cuando cumplió los veinte se marchó a Buenos Aires con el administrador de la estancia, Oscar Belisario Gandulfo, su primer marido. Los inicios de la vida porteña fueron duros y Petrona consiguió trabajo como promotora de las nuevas cocinas de la compañía Primitiva de Gas, que venían a reemplazar la combustión a carbón y querosén”.
¿Se entiende? Debía vender cocinas a gas en Buenos Aires, contra las cocinas a leña y bombeo de querosén. Eligieron una morocha fortachona que se aguantase la calle, el trato, que fuese una igual a las que debían usarlas. Las cocineras de las grandes casas.
“Tras una formación intensiva en la academia Le Cordon Bleu, empezó a cocinar para sus demostraciones públicas. La compañía, anunciante de la revista El Hogar en los años 20, consiguió que la publicación le diera una columna semanal y habilitara el auditorio para sus clases. El éxito fue rotundo y, como consecuencia, le ofrecieron espacio en radio Argentina, radio El Mundo y radio Belgrano, ampliando su público y consagrándose como la gran cocinera argentina y guía de las amas de casa para la conducción del hogar.”
Reparemos en el año en que comienza el despegue en serio de la Doña. No fue ayer. Ni con estos métodos.
“La demanda del creciente número de seguidoras la llevó a publicar en 1934 El libro de Doña Petrona, que alcanzó 140 ediciones y más de 4 millones de ejemplares vendidos. Según un estudio del mercado editorial de los años 50, de origen estadounidense, su libro fue el más vendido en América Latina, superando las ventas del Martín Fierro de José Hernández y de la Biblia. Alarmada por el dato de haber vendido más ejemplares que La Razón de mi vida, de Eva Duarte, la cocinera decidió eliminar la cifra de tirada de la carátula de su libro. Por esos años también publicaba sus recetas en la emblemática revista Caras y Caretas, y más tarde en Mucho gusto y Para ti.”
La vida cambia en el país con la llegada de la televisión (en el mundo en realidad) y la santiagueña allí aparece. No pensado. Cierto. Es eso lo que vemos hoy en tantas “petronas”, no como aquella, mucho más producidas, pero copiadas, al cabo, de la primitiva
“La televisión, que la tuvo en pantalla desde sus inicios en 1951 hasta 1983, la consagró como uno de los personajes más populares del siglo XX” Los textos encomillados son tomados de “Wikipedia”.
Doña Petrona me hacía reir. Tan inocentemente no instruída, tan claramente triunfadora. La argentinidad se define un poco en eso: somos capaces de explicar, con la torpeza de las bestias, la infinita cadencia de un cielo azul y las constelaciones. Eso somos.
En esta secuencia de memorias en el encierro, de disparadores que desordenan anaqueles en el oficio de recordar, también le debemos, le debo, un estofado a la cacerola a la vieja santiagueña que supo cómo vivir en Buenos Aires viniendo del algarrobo, el arrope y el ponchito ‘e vicuña. Cuando el coronavirus era una palabra, compuesta, que ni siquiera habían inventado. Ojito:…no me roben el título “Memorias en el encierro”.