Los anticuerpos son utilizados por nuestro sistema inmunitario para identificar y neutralizar elementos extraños, como bacterias y virus. De allí su importancia, que hoy, en medio de la pandemia del coronavirus, todos valoramos.
Los efectos de la pandemia son, a esta altura, más graves en los planos de la economía y las instituciones que en el ámbito de la sanidad pública.
Los anticuerpos son utilizados por nuestro sistema inmunitario para identificar y neutralizar elementos extraños, como bacterias y virus. De allí su importancia, que hoy, en medio de la pandemia del coronavirus, todos valoramos.
Un proceso con algunas similitudes también protege a nuestro sistema político-institucional. La ingeniería que sostiene a las estructuras del moderno Estado de derecho, integra poderes y organismos dependientes en un tejido complejo de funciones y resguardos fundados en una Ley Fundamental. El adecuado funcionamiento del sistema democrático y republicano establecido por la Constitución Nacional, refleja la integridad de su sistema inmune. En cambio, cuando en la mecánica institucional se producen fallas, los tableros de control emiten señales de inmunodepresión.
El problema es que hace décadas que en las oficinas de gobierno de la Argentina se encienden luces de alarma. Y lo grave es que, en general, la reacción de las sucesivas administraciones ha sido aumentar la aplicación de drogas que disimulan la enfermedad del cuerpo social. Por eso el deterioro ha ido en aumento, las defensas están bajísimas y la exposición se ha tornado extremadamente peligrosa.
De manera coetánea con el progresivo debilitamiento de las instituciones y las normas vigentes -que a menudo las conductas sociales convierten en letra muerta-, se han deprimido de modo ostensible el sistema educativo y el sustrato cultural, que hacían de nuestro país una referencia insoslayable para el resto de América latina. Al punto que hoy, a numerosos argentinos les cuesta interpretar el último mensaje presidencial sobre el inicio de una cuarentena “administrada” que deja afuera a las ciudades o conglomerados de más de 500.000 habitantes.
Es evidente que los núcleos urbanos grandes son los más expuestos a la circulación social del virus, simple razón para que se los excluya de la medida que tiende a abrir de a poco el cerco del confinamiento para que la economía, aunque de modo parcial y regional, pueda iniciar su progresiva activación. De lo contrario, si el efectivo control sanitario que la cuarentena representa se estira sine die, puede llevarnos en masa a la paz de los cementerios.
Pero este elemental razonamiento de autoprotección pareciera ceder ante el esperado “permiso” presidencial para salir a la calle, cuando resulta obvio que el poder gubernamental no puede detener, per se, la actividad vírica. El virus, como dijimos en una nota anterior, es una secuencia genética envuelta en una proteína que encuentra en el organismo humano la chance de vivir. Y, cuando se la dan, no pierde la oportunidad. No sabe de leyes ni tiene conciencia equiparable a la nuestra, pero su “instinto”, si el vocablo cupiera, detecta células humanas aptas para su reproducción. Y las coloniza.
En términos antropológicos y metafóricos, si es que estos recursos pudieran contribuir a entender el proceso, cabría decir que estos virus no nos hacen la guerra, se nos acercan por amor a sí mismos, intento en el que pueden convertir en realidad aquello de que “hay amores que matan”. Su posibilidad de vida puede comportar el fin de la nuestra. Por eso es relevante cortarle el circuito de acceso a través del encierro, estrategia de control del daño que, por otra parte, está al alcance de una Argentina desvencijada.
En esta visión, las publicidades que tienden a insuflar en los compatriotas un espíritu guerrero contra el virus maldito, son francamente grotescas. Entre ellas, se lleva las palmas, por absurda, la realizada para YPF, una de las principales empresas argentinas, y de fuertes vínculos con la ciencia y la tecnología más avanzadas. En su mensaje, el exabrupto publicitario convoca a una guerra épica contra la proteína microscópica mediante el apoyo de imágenes tomadas de esculturas monumentales en las que figuras de la historia profieren gritos inaudibles y revolean sables estáticos. Sin duda pretende motivar a la población a una enconada resistencia contra el “enemigo”, pero agudiza la falta de comprensión del fenómeno.
En cualquier caso, más allá de la puntualización de una cuestionable decisión publicitaria, lo que revelan las conductas, es que tanto los padres de familia que se ilusionan con una medida administrativa -indiscernible para el virus- que les permita salir con sus hijos a la calle, como la campaña motivacional de la gran empresa argentina, hacen visibles facetas del patético hundimiento de la cota cultural que alguna vez enorgulleció a nuestro país.
Convergente con este contumaz proceso degradatorio, pero mucho peor en sus consecuencias, es lo que ocurre en las cárceles argentinas, donde los presos se han concertado para poner en aprietos al gobierno. En este caso juega, por un lado, el pensamiento del ala dura del kirchnerismo, con su ya experimentado operativo de seducción de presos para la causa a través de la creación de “vatayones militantes”. Y por el otro, la astucia de los reclusos, que ven en el coronavirus una increíble oportunidad de obtener, por teóricas razones humanitarias que ellos no practican, libertades incontrolables. Desde ya que si esto avanza pone en jaque al Estado de derecho y a la cuarentena, abriendo la probabilidad de un incremento de la circulación social del virus y la certeza de la multiplicación de hechos violentos en el país.
El problema es gravísimo, porque también desde hace décadas, la Argentina incumple mandatos constitucionales respecto de la naturaleza y sentido de las cárceles y el trato y resocialización de los reclusos. Y otro tanto ocurre con la Justicia, cuya cruel morosidad ahonda contra legem el castigo de los que delinquen. De modo que había argumentos preexistentes para los reclamos carcelarios, pero la chispa que encendió la mecha de una situación potencialmente incendiaria, es la actitud de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Su titular, adscripto a la insostenible tesis de la persecución política contra presos kirchneristas con sentencias firmes por delitos de corrupción pública, pretende aprovechar la volada y liberarlos con la excusa del coronavirus.
El principio de igualdad ante la ley fundamenta ahora las presentaciones de miles de presos ante distintos juzgados; situación que, de paso, engorda con rapidez los bolsillos de abogados caranchos. En un día, el presidente del Tribunal de Casación de la provincia de Buenos Aires, el también kirchnerista Víctor Violini, le abrió las puertas de sus celdas a cientos de reclusos que, sin resguardos electrónicos, pasan a prisión domiciliaria bajo responsabilidad de parientes. En los hechos es una masiva liberación de presos sin control. La invocación de la ley trueca su polaridad y se pone al servicio de la ilegalidad. Es un paso adelante en la praxis destructora de la Constitución “liberal y burguesa”, calificación faccional y obnubilada que contrasta con la realidad del texto heterodoxo y moderno de 1994, sancionado por el voto unánime de un amplio arco ideológico compuesto por convencionales de las más diversas extracciones políticas, al punto que mereció la definición de “ecuménico”. Es bueno recordarlo cuando la Carta de 1853, mojón de inicio de nuestra organización constitucional, cumple 167 años.
Pero nada importa a quienes viven aferrados a ideas fijas y objetivos de poder omnímodo. Por eso, el mismo juez Violini había habilitado el uso de celulares en las cárceles de Buenos Aires, instrumentos de comunicación que ahora se usan para concertar entre los distintos penales el movimiento general que pone en vilo al gobierno del profesor de derecho, quien, forzado en su frente interno, termina justificando la concesión de prisiones domiciliarias. Si se sigue el hilo conductor, todas las acciones confluyen en un propósito político desestabilizador, por más que se lo edulcore con invariantes argumentos humanitarios.
Los efectos de la pandemia son, a esta altura, más graves en los planos de la economía y las instituciones que en el ámbito de la sanidad pública, donde Alberto Fernández tuvo la lucidez de respaldar sus decisiones mediante el asesoramiento de expertos en infectología y epidemiología, e invertir de emergencia en la ampliación de la cobertura sanitaria (que, vistos los hechos, debería extenderse al sistema carcelario). Pero en los otros terrenos, la acusada fragilidad del país está siendo aprovechada por minorías que sueñan con asaltar el poder. Mientras todo se frena, ellos avanzan. Cabe esperar que los anticuerpos sociales, políticos e institucionales, aunque lábiles, conserven capacidad de reacción.