Una reacción destemplada mostró a Eugenio Zaffaroni tal como es. De golpe, el confeso nacional populista dijo lo que piensa respecto de la gente común sobre la que teoriza en la soledad de su laboratorio penal. El exministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación descalificó los reclamos de quienes cuestionan la liberación de presos originada en un fallo de la Cámara de Casación bonaerense con el voto de un solo juez. Contrariado por la creciente oposición a la medida, Zaffaroni explotó contra el “populacho vindicativo” que pide que las sentencias dictadas por la comisión de delitos graves se cumplan como la ley penal establece. El jurista, con numerosos seguidores en los ámbitos académico y judicial, alertó que si las cárceles no se descomprimen puede producirse una masacre a causa del coronavirus.
En esas circunstancias, el aguijón que le sacó roncha fue un comentario del ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, quien, sin nombrarlo, dijo que las “masacres son las que tenemos todos los años en la provincia de Buenos Aires cuando los delincuentes nos matan a mil bonaerenses”.
El supuesto dilema que afronta el Estado no debiera ser tal si el Estado obrara como la Constitución Nacional manda respecto al sentido y funcionamiento de las cárceles, y la Justicia cumpliera con los tiempos establecidos en los códigos de procedimientos penales. De modo que mal puede el Estado, contumaz violador de las normas que dicta, justificar sus crónicos incumplimientos mediante una improvisación “humanitaria” que expone a la ciudadanía al doble riesgo del virus que circula amenazante y de delincuentes peligrosos sueltos en las vecindades.
El Estado tiene el deber indelegable de volver las cosas a su curso y proveer con urgencia los medios que aseguren la salud de los reclusos y, en caso de contagio, el debido tratamiento. Si pudo levantar hospitales en dos semanas, puede hacer lo mismo con edificios carcelarios que reduzcan la cantidad de presos en los penales sobrepoblados y mejoren las condiciones sanitarias mediante instalaciones nuevas. No es imposible, como el mundo y la misma escuálida Argentina ya lo han demostrado. Esa es la respuesta adecuada, que refirma el cumplimiento de las sentencias graves al tiempo que protege a los presos; no suma agravios contra las víctimas, que ya sufren los efectos irreversibles de delitos como homicidios y violaciones, y le ofrece garantías de seguridad al conjunto de la población.
En cuanto a la pena en sí, sobre la que Zaffaroni ha construido una desafiante teoría que cautiva a muchos integrantes de los sectores medios universitarios, profesionales del derecho e integrantes del universo judicial, hay que decir que tiene el encanto de la fruta prohibida, máxime cuando él le da una vuelta de tuerca, y afirma que la pena es tan solo una forma de la venganza. Así, el producto intelectual del jurista es absorbido con fruición por mentes culposas, en el más piadoso de los casos; y, en otros, por piratas profesionales, rápidos para aprovechar el nicho de oportunidad económica que la teoría ofrece. Zaffaroni sugiere que, sin penas ni cárceles, la sociedad sería mejor. Frente a la cruda realidad del delito y los delincuentes, el doctrinario enarbola una suposición que no tiene comprobación alguna en la experiencia mundial. Su propuesta, en consecuencia, es un salto al vacío.
Zaffaroni fue varios años ministro de la Corte Suprema de la Nación, antes había sido juez y camarista penal en distintos períodos, incluidos gobiernos militares, profesor de diversas universidades del país y el mundo, y un académico laureado con títulos honoris causa en decenas de casas de altos estudios. Todas estas distinciones lo han convertido en un prócer del derecho, aclamado por sectores autodefinidos como progresistas, que ven en él una gloria viviente, un oráculo blindado a las críticas.
Con él ocurre algo parecido a lo que vivieron los marxistas franceses cuando el deslumbrante camarada Louis Althusser -a quien Zaffaroni también admiraba- dijo que había asesinado a su esposa. Ninguno de ellos podía creerlo; no aceptaban su confesión, ni las pericias médicas que corroboraban el estrangulamiento de su mujer, asumido con honestidad -en medio de su locura- por el glorificado pensador. Aunque él mismo lo dijera, no era verdad.
Los hechos refuerzan la vigencia de aquel viejo refrán que afirma que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”.
El intelectual abolicionista dice una verdad a medias cuando sostiene que la “mayor parte de nuestros presos no están condenados, es decir que están en prisión preventiva, por lo que no sabemos si son culpables o no. Nadie dice que se vaya a largar a homicidas seriales y violadores. La mayoría están presos por delitos contra la propiedad, muchos sin violencia física”. La media verdad radica en el hecho de que, efectivamente, la Justicia abusa de las prisiones preventivas, pero oculta que el doble cómputo establecido para los recluidos en esa condición acorta sustancialmente el cumplimiento de sus penas. Tampoco dice nada acerca del forzado argumento, muy en boga, de que no hay sentencia firme hasta que la Corte Suprema se expida.
El planteo es falaz, porque si así fuera, estaríamos hundidos hasta los cuadriles en un pantano judicial, ya que el embudo que se produciría llevaría a la parálisis de la Corte. La argucia defensiva de que un caso no está cerrado hasta que la Corte -en la hipótesis improbable de que lo tome- se expida, estiraría los tiempos de las sentencias a unos quince años, cálculo aproximado de tramitación si se cumplen las cuatro instancias judiciales con sus respectivas cargas de morosidad. La trampa consiste en convertir en ordinario un recurso extraordinario, artilugio que torna imposible el servicio de justicia y lo hace indigno de su nombre. Y nada hay más perverso que pedir lo imposible para favorecer al delito. Se trata de una especialidad de Zaffaroni. Lo mismo sería pedir la cuadratura del círculo o la circularidad del cuadrado.
En el caso de este jurista próximo al kirchnerismo, sus posiciones se entienden mejor si se las integra a su entera concepción ideológica. Dejo que él mismo la explique. En su alocución ante la audiencia del II Congreso Latinoamericano de Derecho Penal y Criminología, expresó, en su calidad de miembro de la Corte: “El desafío ‘civilizatorio’ amerita varios interrogantes: si estas soluciones (en referencia a la diversidad de las penas en otras culturas) son posibles ¿por qué no las aceptamos?, ¿por qué seguimos teniendo esta pena (la de nuestro sistema)? La respuesta, siendo penalistas, es que cada día tenemos menos argumentos de legitimación de la pena en la forma en que la estamos manejando... la pena no tiene fundamento racional. La pena es, en esencia, venganza. No lo podemos decir en el código porque el código es racional. ¿Por qué persiste nuestro sistema? Porque satisface la venganza”. Y agrega: “Si no lo cuestionamos, nos vamos convirtiendo en cómplices del control social represivo de los sectores hegemónicos, y eso es mortífero hasta que llega un punto en que se convierte en un crimen de Estado”.
Si la pena fuera una venganza que responde a una pulsión primitiva -la del “populacho vindicativo”-, o a la cruel hegemonía de un sector ideológico, ¿cómo se compagina este aserto con la secular racionalidad que el mismo autor atribuye al Código Penal y su estructura silogística? En su despliegue discursivo, Zaffaroni termina mezclando peras con elefantes.
De qué sistemas alternativos habla el doctrinario, a qué se refiere cuando sostiene que hay lugares, países, culturas, en los que “la justicia comunitaria funciona, nos guste o no”. ¿Se refiere a los linchamientos en el Altiplano, a las lapidaciones en Medio Oriente, a las decapitaciones de ISIS, a los fusilamientos en cárceles de las dictaduras latinoamericanas, al ahorcamiento en variadas latitudes, a la silla eléctrica o la muerte química en los EE.UU., a las mutilaciones en África?
Para la represión derivada de la práctica de la hegemonía política, no se conoce mejor antídoto que el moderno Estado de derecho -cuando funciona como corresponde-, con sus instituciones democráticas y republicanas que contrapesan las intenciones siempre latentes de poder hegemónico.
La falacia de Zaffaroni, una de tantas, es que cuando habla “del control social represivo de los sectores hegemónicos”, se refiere a nuestra democracia republicana que, con todas sus fallas y vicios, es menos mala que las hegemonías que él propone, del tipo de las que se practican en Venezuela, Nicaragua o Cuba. Zaffaroni no esconde lo que pretende: “La lucha por un modelo popular y democrático sigue siendo un desafío permanente del campo nacional y popular”.
Otro autor que le gusta, el postmarxista argentino Ernesto Laclau, fue más explícito, según una publicación de Página 12 en 2007. Dijo: “El movimiento de Chávez en Venezuela es profundamente democrático. Allí el discurso del poder es el mismo discurso que comienza a movilizar a esas masas... Tomando algunos conceptos del psicoanálisis, podemos afirmar que el lazo social es un lazo de amor por el líder. Pero al mismo tiempo ese líder tiene que representar algo que compartan todos los otros miembros de la comunidad”.
A esta altura sabemos que Laclau erró feo el vizcachazo respecto de la revolución bolivariana, pero al menos, en su última etapa de teórico del populismo, morigeró su tesis extrema de la irreconciliable enemistad de los opuestos por un sistema institucional de administración de los inevitables antagonismos, más próximo a la democracia moderna.
El valor de las instituciones es mucho más evolucionado y sostenible que el evanescente culto al líder que se pretende omnisciente y encarna una supuesta “voluntad popular” que nunca pasa la prueba ácida de la historia. Es bueno que lo tengamos presente frente a los cantos de este fauno del derecho, que exhibe en sus viejos fallos y su continua prédica discursiva, una atracción fatal por el mundo del delito.
Entre tanto, funcionarios del gobierno nacional que adscriben a sus tesis, y jueces acólitos de la provincia de Buenos Aires han sido los vectores de su intento, que incluye a los presos rebelados con pancartas que reproducen textualmente sus máximas. A ese punto él estuvo detrás de la movida.
La reacción pública que frenó su designio, lo enfureció tanto que el populista teórico motejó a los argentinos de “populacho vindicativo”. Fue el día que mostró la hilacha, aunque algunos sigan mirando para otro lado.