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No nos acostumbremos a olvidar, además del cerebro, tenemos las herramientas necesarias para no perder la memoria; porque la memoria es el mejor tesoro que una sociedad puede tener.
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¿Qué seríamos sin la memoria? ¿Cómo nos desenvolveríamos sin los recuerdos? Nuestra vida está signada por ese colorido pasaje instantáneo del presente al pasado (nuestro propio túnel del tiempo); nuestra personalidad es ese revoltijo de recuerdos que nos mantiene vivos, que nos recrea y nos representa a los demás con todo ese bagaje, esa suma de experiencias, retazos de vida vividas que quedaron atrás y que como un rompecabezas que nunca terminamos, continuamos encajando pieza por pieza; algunas ya descoloridas, ya con espacios vacíos, fichas perdidas y olvidadas en ese laberinto que es el puzle de nuestra memoria. La memoria es nuestra huella digital, nuestro disco duro. Recordar es revivir; es volver a repetir las mismas sensaciones, volver a mirar atrás sin la necesidad de torcer el cuello y convertirnos en estatuas de sal.
No recordar es como esquivar el bulto, no hacerse cargo del camino recorrido, a veces por vergüenza y otras para poder redimir los errores pasados, rogando que esos errores no hayan tenido víctimas colaterales por nuestros actos, si es que somos hombres y mujeres de bien... Es que la memoria está hecha de material dúctil, la moldeamos según nuestras necesidades, aprendemos a esconder bajo la alfombra aquellos recuerdos que no queremos recordar, y magnificamos aquellos que nos hacen bien. Los recuerdos tienen disparadores, a veces dan en el blanco, otras, simplemente, se diluyen.
Un buen recuerdo se viste de la mejor anécdota en las mesas de los amigos. El traje de anécdota les sienta bien a los recuerdos graciosos. Una anécdota nunca se cuenta igual, por esos juegos de la memoria, a medida que se va contando, la anécdota se va enriqueciendo en palabras y otros hechos se van agregando como parte sustancial y de suprema importancia para el relato en cuestión, a veces de una manera inconsciente y otras porque en su peregrino andar de cuento contado, va sumando pequeñas experiencias que enjoyan el relato con detalles de terceras personas que aportan su cuota experimental al relato original. Entonces un recuerdo vistoso o gracioso termina siendo una anécdota digna de la rutina de un contador de chistes o para ser utilizada en el guión de una obra de “Stand Up”. Es así que la memoria selectiva de un hecho en particular, un recuerdo privado e individual, revive multiplicándose mediante la experimentación y el goce de ser narrado, transformándose en una experiencia colectiva para la dicha de todos y todas...
A mi archivista de la memoria lo asumo como que es un perezoso duende beodo, cansado y con un dejo de aburguesamiento prístino. No puedo culparlo, mi vida de nómade y de permanente andariego del mundo debe haber hecho de ese tipejo encargado de mantener los engranajes de mi memoria, en algo así como la representación de Shiva, uno de los dioses hindúes, que tiene varios brazos y que es el que tiene en su poder la construcción y la destrucción del universo. En mi caso, mi duende beodo aburguesado, utiliza sus brazos para ir construyendo y destruyendo el universo de los recuerdos con absurda autonomía de dictador. Pero yo reniego, me le planto de manos y pongo el corazón de garantía, para poder recuperar los recuerdos que me hacen bien y narrarlos en modo de anécdota, o en mi relato “Peisadillezco”, le hace bien a los demás.
“Vos siempre con lo mismo”, “vos vivís del pasado” son algunos de los dichos vertidos por los jóvenes hacia nosotros, los menos jóvenes. Y no es que realzo la archiconocida frase que con tono de máxima irrefutable dice que “todo tiempo pasado fue mejor”, no es así, tenemos que entender que ese tiempo que pasó -y que es pasado- fue nuestro, y que justamente lo atesoramos y volvemos a recordarlo, a revivirlo, porque fue, es y será nuestro. Nunca es pesado ahondar en el pasado.
Humberto Eco (1932-2016), maravilloso escritor, filósofo y ensayista, antes de morir le dejó una carta a su nieto adolescente. Fue una carta abierta que se publicó en el semanario italiano “L’Espresso” y donde le hablaba a su nieto de la importancia de ejercitar la memoria cada día. En su carta abierta, le da ciertos consejos para que enriquezca su vida, consejos de viejo dirán algunos renuentes... Humberto Eco le deja a la juventud, usando a su nieto como depositante, un puñado de enseñanzas que entre otras cosas dicen: el amor y el sexo no son como los pinta la Internet; que la Internet no le impida aprender; que los pequeños detalles siempre son importantes y que nunca olvide que lo que sucedió antes de que naciera, también cuenta. Humberto Eco comienza la carta abierta a su nieto diciendo: “quiero hablarte de un mal que ha afectado a tu generación e incluso a los chicos mayores que tú, que están en la universidad: la pérdida de la memoria”.
No nos acostumbremos a olvidar, además del cerebro, tenemos las herramientas necesarias para no perder la memoria; porque la memoria es el mejor tesoro que una sociedad puede tener, no solo para no repetir los errores, sino para poder construir desde la base de los aciertos de nuestros hombres del pasado.