Cara y ceca, o cara y contracara; ambos lados de la moneda, de la medalla, o de lo que sea, son inescindibles de la pieza única que integran. No hay una sin la otra.
Este año aterrizó en Occidente un cisne negro que había levantado vuelo en Extremo Oriente a fines del año pasado. Y vaya si descalabró al mundo.
Cara y ceca, o cara y contracara; ambos lados de la moneda, de la medalla, o de lo que sea, son inescindibles de la pieza única que integran. No hay una sin la otra.
Hoy podemos decir que luego de la aparición del cisne negro de la pandemia, como un mensaje complementario, llegaron al contaminado Gran Canal de Venecia cisnes blancos que hace rato no se veían. Negro y blanco son expresiones del no color y de su opuesto, la suma acromática de todos los colores. Pero más allá de la física y de la óptica, esta yunta ha sido usada desde siempre para simbolizar contrastes extremos.
Según la historia, los europeos creían que sólo existían los cisnes blancos, al punto que se atribuye al poeta romano Décimo Junio Juvenal (siglos I y II d.C.) la primera referencia a un ave para ellos extraña que semejaba un cisne negro. Sin embargo, hubo que esperar hasta fines del siglo XVII, para confirmar su existencia de manera indubitable. El definitivo avistamiento ocurrió en Australia, cuando probablemente algún integrante de la armada del navegante holandés Willem de Vlamingh, advirtió la presencia del plumífero en cuestión en la costa occidental del quinto continente, oportunidad en que el río que crea su estuario en la zona de la actual ciudad de Perth, recibió el sugestivo nombre de Swan (cisne, en inglés), aunque en ese momento debió haberse nominado Zwaan, su equivalente en holandés.
Pero lo que interesa mencionar en estas líneas, es que aquella ave de incontrastable rareza -hasta que fue “blanqueada” por su estudio y clasificación en el siglo XVIII-, fue la inspiradora, en 2008, de la difundida teoría del genio matemático libanés Nassim Taleb, nacionalizado estadounidense, quien la explica en su libro “El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable”.
El investigador y financista usa la metáfora para advertir sobre la eventual ocurrencia de hechos muy improbables que puedan tener efectos devastadores sobre los mercados financieros, máxime si los encuentra desprevenidos. Muy pronto, la metáfora se incorporó al lenguaje político, habituado desde antes a los “patos rengos”. Y de allí en adelante se extendió a los más diversos campos, cuando inesperados vendavales políticos, económicos o sociales, irrumpen sin aviso y ponen todo patas para arriba.
Pues bien, este año aterrizó en Occidente un cisne negro que había levantado vuelo en Extremo Oriente a fines del año pasado. Y vaya si descalabró al mundo.
Sin embargo, si se analiza el caso con detenimiento, se advertirá que era probable que, en algún momento no lejano, el ave de mal agüero pudiera visitarnos.
Sucesivas epidemias en China, eran preanuncios para tener en cuenta. Las crecientes evidencias de daños en el planeta por factores antrópicos cada vez más intensos e incontrolados, encendían alertas. Pero las dos mayores potencias de la hora, se resistían -y lo hacen hasta hoy-, a suscribir protocolos internacionales que buscan poner freno a una polución múltiple y desbordada, y a las consecuencias del efecto invernadero sobre la naturaleza terrestre y todos los seres vivos que habitamos el planeta.
La destrucción consciente de la Tierra es un crimen contra la humanidad, y como tal, el caso debería ser llevado ante la Corte Internacional de Justicia. Hasta ayer, con dosis variables de cinismo y negacionismo, los líderes de China y los EE.UU., han venido eludiendo sus responsabilidades con distintos tipos de contra-argumentos. Pero ahora, la llegada de cisnes blancos a las aguas -hasta hace poco inmundas- de los canales venecianos, traen un mensaje que confluye con el que antes transportó el cisne negro. No hay oposición entre los simbólicos cisnes de contrastante plumaje, sino complementariedad. El negro anuncia que la peste llegó por forzamiento de la naturaleza; y el blanco transmite la esperanza de una rápida regeneración si escuchamos las señales emitidas. La conjunción simbólica nos dice que es difícil, cuando no imposible, imaginar una vida sana en un planeta enfermo. Y que nosotros, aunque a menudo lo olvidemos, somos la causa principal de los desequilibrios que, cíclicamente, castigan nuestra desmesura.
El cisne blanco, que reapareció luego de años de ausencia en la laguna salina sobre la que flota la fabulosa ciudad de Venecia (pese a la inmundicia de sus aguas, disimuladas por su agradable y engañoso color azulino), metaforiza la recuperación de un ambiente lacustre degradado, en el que, por añadidura, y de modo coincidente, vuelven a verse los peces, incluidos delfines juguetones. Son imágenes alentadoras que respaldan los protocolos internacionales hasta ahora mirados con desdén por las primeras potencias, obsesionadas por eventuales pérdidas de poder si racionalizan sus poderosos instrumentos de crecimiento fuertemente entrópico.
En suma, la pandemia ha puesto negro sobre blanco la dimensión del problema que afrontamos como sociedad planetaria, y abre un abanico de preguntas sobre nuestras conductas futuras, aun cuando se descuente el hallazgo de una vacuna útil contra el coranavirus, integrante de una familia vírica que requiere de nosotros para sobrevivir, y que, por esa necesidad, hará las mutaciones necesarias para seguir hostigándonos.
Si seguimos haciendo lo mismo, tropezaremos una y otra vez con la misma piedra. O, peor aún, con ésta y otras piedras, porque en el vértigo de su dinámica, el mundo presenta complejidades crecientes y riesgos mayores.
Los medios de comunicación hablan todos los días de la progresiva vuelta a la normalidad. La palabra no parece adecuada, ya que esa “normalidad” es la que viene creando riesgos concretos y progresivos que, entre otras manifestaciones, se traducen en epidemias regionales y en pandemias, o inciden en la producción de catástrofes “naturales”.
Desde mi punto de vista, deberíamos evolucionar hacia una normalidad sustentable, que fue la que teníamos antes de que los países más avanzados, que construyeron su desarrollo a partir de la segunda posguerra mundial sobre la base de la austeridad de las costumbres, la contracción al trabajo, la educación, la investigación sin estridencias, el ahorro sostenido y la integración social, entre otros aspectos destacables, ingresara en el consumo descontrolado de bienes, la prevalencia de la economía financiera sobre la economía real, las crecientes fusiones de empresas con la consiguiente concentración del poder de mercado, el exhibicionismo obsceno de los “ricos y famosos”, la pérdida de identidades locales, regionales y nacionales en un mundo que multiplica el formato similar y desangelado de los “no lugares”, según la definición del antropólogo francés Marc Augé.
El hiperconsumo, que presupone la obsolescencia planificada -y cada vez más rápida- de los bienes, implica el aluvial descarte de materiales contaminantes que se degradan con lentitud y deterioran a diario la calidad de los ambientes y hábitats. Los excesos de la sociedad de consumo tienen un doble costo: los precios, con frecuencia disparatados, que se pagan por objetos y servicios; y los posteriores costos de disposición de esas ingentes masas de desperdicios que contaminan la tierra, las aguas y el aire, y matan, sin provecho alguno, a seres vivos en cada uno de esos elementos.
Una de las oportunidades que esta crisis nos brinda es la observación de lo que ocurre en la naturaleza con unos meses de descanso. Y esa observación nos provee de material para la reflexión. Es admirable la capacidad de regeneración de la naturaleza cuando la humanidad le afloja la cincha de la explotación exagerada. Aquí y allá surgen noticias sobre la reducción del amenazante agujero de la capa de ozono en la atmósfera terrestre, la reaparición de fauna ictícola en aguas que se creían muertas; los cielos se limpian, las aguas se transparentan, el esmog que envuelve a las ciudades más contaminadas del mundo se disipa, y distintos animales silvestres -algunos en extinción- se asoman a ciudades silenciadas por el confinamiento.
También es cierto que estos fenómenos beneficiosos para la naturaleza, implican el congelamiento transitorio de las actividades humanas, situación que representa asimismo una amenaza para la vida. Y como no se trata de que la humanidad se suicide, lo que se requiere es la búsqueda concienzuda e inteligente de un equilibrio entre las necesidades de las sociedades y la preservación de la naturaleza, de la que -por si lo olvidamos- somos parte y constituye el soporte esencial de nuestra existencia. Urge encontrar nuevos equilibrios, y trocar superficialidades por pensamiento creativo y formas de vida más sanas y plenas.
A la luz de la pandemia iniciada en China, es necesario ver la contracara de sus extraordinarias tasas de crecimiento en las últimas décadas. Ahora, su gigantismo crea problemas de tamaño equivalente. Los datos sobre la degradación de su medio ambiente son espeluznantes. Y no son sostenibles en el tiempo, sino a riesgo de su destrucción y la del planeta. Las grandes últimas epidemias se han originado o escalado en ese país milenario. Baste recordar el virus del Síndrome Respiratorio Agudo Severo, transmitido en 2002 al hombre por el murciélago a través de su vector, un mamífero salvaje -la civeta de las palmeras- que se vendía como carne en los mercados húmedos del sur de China. O, más atrás, la gripe aviar que se manifestó por primera vez en Hong Kong en 1997.
China ha hecho durante décadas una contribución sustancial a la mitigación del problema de la superpoblación de la Tierra a través de un férreo control de natalidad. Pero ahora afronta el envejecimiento de su población y ha habilitado un segundo hijo en busca de un equilibrio interno que, con el tiempo, tendrá efectos globales.
Baste pensar, en este sentido, que el sólo crecimiento del turismo de los chinos al exterior, comporta un desafío de proporciones y un impacto planetario difícil de proyectar y medir. Si sólo el 15 por ciento de su población -económicamente pujante- decidiera salir a conocer el mundo, los efectos económicos, sociales y ambientales serían enormes. Por eso hay que sopesar muy bien lo que significa volver a la normalidad.