“Supo decir Raúl Alfonsín que nuestra democracia solo funcionará ‘cuando todos estemos dispuestos a anteponer los intereses de la República a ideas particulares que resultarían estériles si no se compatibilizan con las del conjunto de la sociedad’. Hagamos pues del debate, del renunciamiento y del acuerdo esa mejor democracia que aún nos debemos”.
Hace sólo dos meses y medio, en la apertura de sesiones del Congreso, Alberto Fernández usaba las palabras del ex presidente radical para convocar al Consejo Económico y Social. Proponía por entonces una arquitectura participativa, superadora de la grieta, para recomponer a la Argentina. Pero algo pasó del dicho al hecho.
La pandemia agravó el cuadro y la convocatoria no sucedió. El aislamiento global precipitó una crisis de magnitud mayor a la del ‘30; como entonces, la intervención del Estado se volvió imprescindible... y el gobierno se pretendió Estado. La oportunidad se hizo personalismo en la Casa Rosada, los gobernadores se volvieron parte del decorado, los tardíos legisladores quedaron telepedaleando, el Poder Judicial invernó temprano y los superpoderes retornaron a sola firma. Ni siquiera la CGT se pudo sentar a dialogar.
Inflación, crisis de balanza de pagos, endeudamiento y déficit fiscal fueron las materias en las que el fallecido líder radical no pudo superar la prueba; son problemas que hoy, agravados, repite la farsa argentina. Pero Alfonsín dejó un histórico legado institucional y soportó la amenaza de levantamientos armados, acompañado por un peronismo democrático en la oposición de entonces. Impulsar los juicios a las juntas no fue tan fácil como descolgar un cuadro.
El líder de la democracia contemporánea planteó una relación de Estado y sociedad basada en principios éticos y en un contrato electoral explícito. En las “100 medidas para que su vida cambie”, el radicalismo de campaña ‘83 propuso para la gestión estatal, la austeridad en la función pública, la “extirpación” de privilegios presupuestarios, el rigor en la administración de las empresas del Estado, el retorno a manos privadas de firmas arrebatadas por el gobierno militar -siempre que no fueran de interés social significativo- y el refuerzo de la fiscalía de investigaciones administrativas.
El 22 de mayo se cumplirán 14 años del fallecimiento del ex fiscal Ricardo Molinas. No fue un abogado exitoso -mucho menos un prestamista durante el proceso- sino un verdadero defensor de derechos humanos que se bancó amenazas de la “Triple A” y una bomba en su estudio. Ya en democracia investigó la corrupción del gobierno (compra de guardapolvos del ex ministro Eduardo Bauzá; créditos blandos otorgados del Hipotecario; fraudes financieros) hasta que el ex presidente Carlos Menem lo destituyó.
Molinas llevó adelante investigaciones contra el círculo íntimo del presidente; su acción era necesaria para el país e inconveniente para el poder. El menemato diluyó la fiscalía que estaba a su cargo, y la Oficina Anticorrupción fue el intento del fallido gobierno de Fernando de la Rúa por recomponer anticuerpos en defensa de las instituciones.
Por estas horas el titular de la OA, Félix Crous, dispuso que el Estado dejará de ser querellante en las causas por las que se investiga a Cristina Kirchner y su familia. Al mismo tiempo el Consejo de la Magistratura exoneró a algún juez comprometido. Y el presidente dice que consultará “a especialistas” por una ampliación de la Corte que no cree necesaria (¿?).
La anunciada pero incierta reforma judicial terminará por develar que la impunidad anida en estos sucesos. Es la distancia de los hechos a lo dicho por Alberto, citando a Raúl: “Anteponer los intereses de la República”.