“El amor para que dure tiene que ser como el locro, un poquitito de trigo, un poquitito de todo”, Homero Manzi
“Ya sé que estoy piantao, piantao”... el organito suena distante y se pierde por los trazos inteligibles que va dejando la modorra semiconsciente del entresueño. La mañana de hoy es fría y gris, llovizna y la poca gente que se escapa de la cuarentena para ir a hacer cualquier cosa que no sea estar adentro de sus hogares lleva paraguas y el autoimpuesto, a veces mal puesto, barbijo o tapabocas. “Está especial para un buen locro”, se escucha decir con frecuencia apenas llega el frío, lo que redondea la idea colectiva de que el frío, el locro y las fechas patrias van de la mano y forman un todo.
La memoria viene a mí en retazos, ya les conté de mi muy desordenada manera de recordar, el enmarañado “composé” de los recuerdos conforman un manto multiforme y multicolor de cada vez más difícil acceso, pero están ahí, tejidos por el tiempo, coloreados por la experiencia, rescatados del polvo de la desmemoria, unos con más asiduidad que otros. El ejercicio semanal de contarles mis sueños pausados, pensados y pasados, hicieron de mi persona un recordador serial, pero con capítulos desordenados, son recuerdos “On Demand”, sólo tengo que tomar el control de mí mismo, elegir el capítulo, y dejar que corran las palabras libres.
Libres y de toda libertad fueron el motor y uno de los ideales de la epopeya de mayo, una libertad que se gestaba en la cabeza de un puñado de criollos que se reunían en la ya inexistente “Jabonería de Vieytes”, sus actividades se pueden considerar subversivas para la época y particularmente para los españoles, y sus ideales provenían de las noticias que llegaban en barcos ingleses, como también de las ideas concebidas por los aires de libertad de aquellos ciudadanos de lo que hasta ese momento se llamaba Virreinato del Río de la Plata, que estudiaban o visitaban “las Europas”. Aquellos primeros patriotas de la patria que se llamaría posteriormente “Provincias Unidas del Sud” no se lavaron las manos, y le pusieron la cara, limpia, para representar esas ideas en la Junta que se realizó en el Cabildo Abierto (abierto sólo para la gente influyente, no al pueblo); el pueblo, que según dicen los revisionistas, no le daba mucha pelota a lo que se cocinaba políticamente en los albores de la patria.
La tapa del “Billiken” se diluye ante el recuerdo, junto con los sueños idealistas que teníamos cuando niños. Cuando fuimos más grandes, nos enterábamos por libros o en charlas vanas si había o no paraguas, si la plaza estaba llena de vendedores ambulantes, o por las sutiles diferencias conceptuales si las escarapelas que repartieron French y Beruti eran celestes, blancas o rojas. Pero más allá de las discusiones -que se las dejo a los historiadores-, los hechos acontecidos en aquella semana de mayo de 1810, son considerados casi unánimemente por los argentinos como los que decantaron el día del nacimiento de nuestra patria, aunque en ese tiempo aún no éramos llamados argentinos, pues la Argentina como Nación no existía.
Cuando éramos niños representaba un orgullo indescriptible ser parte de los actos del 25 de mayo, donde los patriotas de galeras de cartulina y saco holgado; los extras de la plaza de largas y falsas patillas de carbón; los pregoneros/as mulatos/as embadurnados de color negro que ofrecían agua, leche o empanadas calientes para las viejas sin dientes, precedidos por una formal y acartonada narración de los acontecimientos relatados con solemnidad y respeto por las aristocráticas e inalcanzables directoras del establecimiento educativo. Los festejos del 25 de mayo auguraban un almuerzo familiar lleno de emociones. Todos nos sentíamos Mariano Moreno, Saavedra, Belgrano... y hasta la moza de las empanadas de renegridas trenzas de lana negra seguía con su pregón hasta altas horas del día considerándose otra de las personas infalibles de la gesta de mayo. Y ahí estaba la familia, con la olla de locro, que generalmente era comprado en alguna sociedad de beneficencia, el club o de la cooperadora de la escuela a la que asistíamos. Nuestros adultos varones se enloquecían por ese potaje amarillento y espeso, lleno de todo -no sabíamos bien qué tenía- y que lo degustaban como si fuera el último alimento de sus vidas. Las mujeres adultas de la familia se quejaban porque los hombres se desvivían por esa sopa espesa llena de todo... con ese lánguido tono amarillento grumoso que tanto volvía locos a los integrantes masculinos. El almuerzo comenzaba con rabiosos y ardientes pastelitos de carne dulce y/o empanadas lloronas de salsa. Eran el preámbulo del locro de mayo.
Inflados de locro y orgullo patriótico, los comensales se satisfacían hasta el hartazgo y entre comentario y comentario, indefectiblemente -y hasta dando la impresión de que tenía que ser tema obligado-, el tema que se entablaba y se juraba y se perjuraba que el mejor locro era el que se hacía en tal o cual lugar, el que llevaba o no tal cosa, o aquel que decía que debía cocinarse así o asá. Si teníamos suerte, terminábamos comiendo flan casero con dulce de leche o el casi símil budín de pan, también con dulce de leche para no desatar la segunda revolución de mayo.
El 25 de mayo es locro y empanadas; desde niños aprendimos a querer a nuestra tierra a través de sus comidas y sus aromas, que no son más que disparadores que nos trasladan al grato recuerdo de la comida familiar, del amor fraternal, de sus festejos y de nuestra tradición.
Seguimos en la “sesentena” de la llamada cuarentena. Mocita, una empanada para este viejo con lentes. Hoy comemos locro, hoy festejamos a la patria.
Los festejos del 25 de mayo auguraban un almuerzo familiar lleno de emociones. Todos nos sentíamos Mariano Moreno, Saavedra, Belgrano... y hasta la moza de las empanadas de renegridas trenzas de lana negra seguía con su pregón hasta altas horas del día considerándose otra de las personas infalibles de la gesta de mayo.