-¿Cuántos infectados hay hoy? -pregunta el hombre de mediana edad y riguroso traje gris al entrar en la farmacia, clavando con prepotencia sus ojos, enmarcados con símil carey, en el televisor del fondo, colgado a la derecha de una publicidad de vitaminas.
Silencio, miradas evasivas y el retorno de cada uno a sus quehaceres.
-Podría haber tres personas robando en la farmacia, que no te hubieses dado cuenta -intervengo, queriendo hacerme el gracioso y fracasando, como siempre.
El hombre de traje gris, no me responde. Ni siquiera me mira, sigue en la pantalla donde ahora titila una palabra en letras enormes -URGENTE- luego atiende el celular incrustado en su mano derecha.
Se pesa; con disimulo nos mira a todos de reojo como reprochando la falta de deferencia y se va. Se va mirando el teléfono, fingiendo una llamada urgente, como el anuncio del noticiero que sigue titilando.
El empleado canoso, me mira y mostrándome la cajita amarilla y negra de mis pastillas de la presión, comenta:
-Vivimos en un mundo de pantallas. Una auténtica dictadura de las imágenes. ¿No le parece?
Me encojo de hombros y sonrío a manera de respuesta; agarro el medicamento, no de la mano del empleado como en otros tiempos sino del mostrador, pago a la farmacéutica que sigue inmutable tras la registradora, me acomodo el barbijo y salgo a la calle.
Y pienso; de camino a casa, pienso.
Es cierto, las pantallas han invadido nuestras vidas, de repente y sin piedad, como toda invasión que bien se precie. Televisión, computadora, juguetes, teléfonos, hasta los autos vienen con pantalla... Seguro que por estos días se fabrican más pantallas que libros.
Se me ocurre que las pantallas son a las imágenes como los libros a las palabras. Amarga metáfora de la modernidad.
La diferencia es que las imágenes son prepotentes, acostumbran meterse en nuestras vidas sin consentimiento; las palabras piden permiso, requieren voluntad.
Los libros, los diarios, las revistas, aun las simples notas como esta, necesitan involucramiento, las imágenes sólo pasividad. Seguro de ahí su gran éxito.
Hoy está de moda mirar, sin necesidad de tomar partido; aun si entender, el mirar nos va llevando y nos seduce o acaso nos hipnotiza.
En la esquina el semáforo, vuelvo a la realidad. Realidad de pandemia, de puertas adentro, de elástico en las orejas, de cuidarse del otro.
Seguro estamos ante la primera peste mundial transmitida en vivo y en directo por todas las pantallas del planeta. Éxito comunicacional asegurado.
Aunque hubo un primer intento, la guerra del Golfo y quizás el derrumbe de las Torres Gemelas. Pero claro, con muchas menos pantallas y con imágenes censuradas.
Es bastante posible que dentro de varios años, cuando todo esto sea un lejano recuerdo, al hablar de la pandemia del coronavirus en 2020 la gente asocie algunas imágenes que se metieron de prepo en la conciencia.
Murciélagos empalados para el horno; trozos de enormes víboras comestibles; miradas suplicantes de perros y gatos enjaulados a la espera de la faena en el mercado de Wuhan.
Cadáveres envueltos en las calles de Quito.
Mil tumbas cavadas a la espera de sus perpetuos ocupantes infectados a las afueras de Londres o San Pablo.
O quizás, sólo el avance diario e imparable del rojo intenso en el mapa del mundo proyectado en un set de televisión.
Apagué el teléfono. Vuelvo a casa, hoy no voy a ver el noticiero, sólo escribiré algo pero con tinta y papel.
Se me ocurre que las pantallas son a las imágenes como los libros a las palabras. Amarga metáfora de la modernidad. La diferencia es que las imágenes son prepotentes, acostumbran meterse en nuestras vidas sin consentimiento; las palabras piden permiso, requieren voluntad.