Nada nuevo bajo el sol. Como ocurriera en 2014 y 2015, los productores rurales vuelven a sufrir ataques de desconocidos -en general jóvenes- que ingresan a los campos, rompen silobolsas e incendian sembradíos con el propósito de causarle daños a quienes consideran sus enemigos ideológicos.
La cicatriz de la derrota legislativa del matrimonio Kirchner en 2008 se mantiene fresca. Me refiero a aquella homérica confrontación entre el gobierno de Cristina Kirchner, tutelada por Néstor, y los productores rurales, enfurecidos por el manotazo impositivo que tomaba forma en el gabinete del gobierno.
Al final, el proyecto basado en la resolución 125/08 que imponía alícuotas móviles y crecientes en el sistema de retenciones, fue derrotado en el Congreso de la Nación, y la cesura abierta entre uno y otro sector no volvió a cerrarse.
En aquel momento, el Estado se encontraba objetivamente complicado por las derivaciones de la crisis de los créditos hipotecarios sin respaldo que estalló en EE.UU. y se extendió al mundo, provocando el derrumbe de los mercados financieros. En esas circunstancias muchos inversores huyeron en manada hacia productos de la economía real, como los commodities generados por el campo, y en especial la soja, que escaló con rapidez a precios nunca imaginados.
Esa trepada abrió los ojos del gobierno nacional que imaginó un sistema que le permitiera capturar la renta extraordinaria de los ruralistas y hacerse de los dólares que escaseaban en sus arcas. Pero la gente de campo, acostumbrada a bancarse los ciclos de vacas flacas no iba a entregar sin chistar el plus de ganancia que le ofrecían los abultados precios internacionales, y por los cuales, dicho sea de paso, ya pagaban retenciones (impuestos) del 35 por ciento.
En aquel tiempo, Cristina aprendió que la soja no era un yuyo insignificante, y los productores descubrieron que la unión hace la fuerza. Pero entre unos y otros quedó abierta la grieta que continúa hasta ahora, y que el nuevo gobierno se empeña en profundizar. Se trata de una historia vieja, que tuvo capítulos tensos en la época del primer peronismo, cuando la producción rural se asoció para siempre con la idea de la oligarquía ganadera, alimentada por una amplia bibliografía.
Hoy si algo ha cambiado de modo raigal, es la Argentina de los latifundios y la estructura de la oligarquía. En la secuencia de las generaciones la biología ha hecho su trabajo, los grandes campos familiares se han subdividido una y otra vez; se han incorporado nuevos propietarios procedentes de las más variadas actividades: de la industria y el comercio, de las finanzas y el sindicalismo, de la política y la Justicia, y, por cierto, también genuinos chacareros aumentaron sus tenencias con el sudor de sus frentes en el diario y sufrido trajín sobre el terreno. A la oligarquía, que ya no existe entre nosotros en su acepción originaria, hay que buscarla ahora en otros lugares de la sociedad, vinculados con el poder político y económico no tradicional. Pero queda la secuela de un vocablo que se enciende con cada enfrentamiento entre ambos sectores y se endilga con generalizada voluntad de agravio contra la gente de campo.
Hoy el revolucionario invento del silobolsa, que, si bien no nació argentino, sacó aquí carta de ciudadanía y generó un boom incomparable. Es que reduce los costos de almacenamiento de los granos al tiempo que amplía enormemente la capacidad nacional de almacenaje, ensancha los tiempos financieros de los productores, lo que les permite defender mejor sus precios, baja los costos logísticos y mejora en general la productividad agrícola del país al reducir las pérdidas de mercadería; por todo lo cual, ejerce sobre los ultras del kirchnerismo un poder hipnótico de atracción, al haberse constituido en ícono de la eficiencia del sector al cual detestan.
Años atrás, apareció pintada sobre una pared de la localidad cordobesa de Oliva, la frase “Haga patria: corte un silobolsa”, consigna que no se quedó en palabras porque días después, una treintena de esos grandes bolsones horizontales que se visualizan a los costados de las rutas, fueron destruidos con elementos cortantes, quedando los granos de soja desparramados en el suelo y expuestos a la descomposición. Las acciones se repitieron luego en distintos puntos de las principales provincias productoras.
Ahora el problema vuelve a levantar polvareda, porque el gobierno ávido de dólares que ralean en el tesoro del Banco Central, presiona sobre los productores para que vendan sus reservas de granos, anteponiendo sus necesidades financieras al momento oportuno buscado por los productores para concretar sus ventas en un mercado de precios afectados por el parate de compras y el cierre de puertos que produjo la pandemia, situación que de a poco comienza a normalizarse. En este contexto, el gobierno los acusa de especuladores, les envía inspectores de la Afip y los priva del acceso a créditos con tasas preferenciales. Los ruralistas rechazan la imputación mediante argumentos técnicos. Simplemente, los tiempos y necesidades de unos y otros no coinciden.
Lo notable, es que los militantes convierten en blanco de su bronca política a un desarrollo innovador que permitió mejorar en el país la tecnología originaria a través del trabajo conjunto de los sectores privado y público, éste mediante la participación del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria. Precisamente un relevamiento del INTA, permite concluir que, desde su incorporación hace 20 años, el silobolsa generó más de 10.000 millones de dólares, considerando, entre otros factores, el ahorro en instalaciones fijas más caras, costos de transporte y comercialización, y los ingresos del negocio agrícola. Por si fuera poco, hoy, esta tecnología mejorada en la Argentina, se exporta a 50 países.
Y contra estos logros, que contribuyen a obtener dólares para nuestro necesitado país, descargan sus iras jóvenes estimulados por las declaraciones de sus dirigentes, sin comprender que más allá de los daños físicos inferidos a sus “enemigos” imaginarios, con sus actos destruyen futuro e ingresos genuinos para el país. Estos sucesos se hacen más incomprensibles en momentos en que el gobierno lleva a cabo una crucial negociación con los acreedores privados de nuestra deuda pública externa. Y que, por cierto, requieren saber de qué modo y con qué ingresos la Argentina pagará lo que debe en el supuesto de que ellos acepten quitas y prórrogas.
En los últimos días, y a la luz de estos penosos acontecimientos, Confederaciones Rurales Argentinas (CRA) expresó en un comunicado que en los cientos de casos de roturas de silobolsas producidos en los últimos años en distintos lugares del país, “no conocemos un solo hecho esclarecido, identificados sus responsables y condenados por la justicia, este punto resulta central, muestra una justicia paralizada, incapaz de proporcionar mínimamente una respuesta ante fenómenos que se acrecientan y lo seguirán haciendo en la medida que no reciban su castigo.”
Por fin, descarga una crítica explícita contra la prédica constante de opinantes y políticos que cuestionan “el ritmo de liquidación de exportaciones y crean un ambiente culposo, cargando al sector agropecuario por la ausencia de dólares de circulación en el país... Hablan de la cosecha como si fuera de todos y dejan al productor que soporte la inversión y el riesgo; son estos, los repartidores del sudor ajeno.”
Esta problemática tiene especial significación en la provincia de Santa Fe, que es una de las principales productoras de proteínas vegetales en el país y posee el mayor complejo de industrialización de estas materias primas, que salen al mundo desde la extensa línea de puertos que operan desde Timbúes hasta Arroyo Seco. De modo que tanto los ataques a establecimientos productores, como la inoperancia de las instituciones para proteger no sólo derechos constitucionales sino intereses estratégicos del país, deberían ser materia de análisis urgentes y reacciones operativas en los ámbitos de los gobiernos nacional y provincial.