Desde 1990 que, como un ritual, consigo una agenda Moleskine, tapa dura, de las que tienen página por día.
La agenda es parte de mis rituales. Como la tinta negra de la lapicera. Los datos de la nota que vendrá, las frases ridículas de algún político que balbucea. Desde el 20 de marzo el coronavirus ha destrozado las agendas.
Desde 1990 que, como un ritual, consigo una agenda Moleskine, tapa dura, de las que tienen página por día.
La historia de “el viejo Moleskine”, como de la marca re bautizada, va por su lado. Yo las uso. Una especie de tácito convenio de sectarios. Los que las tenemos, cuando nos cruzamos, hacemos un guiño cómplice que se traduce por “pobre de ellos, no saben qué cosa es una agenda Moleskine”
Mi primera lapicera a tinta, en serio, fue Aurora. Una tía monja la aportó desde Italia sobre 1970. Probé con las Lamy, recalé en la Mont Blanc y el tintero. También la “birome” de la cumbre nevada. Amores son amores.
Esas agendas, de papel livianísimo, tiene sub rituales. Pasa como con el tabaco. Quienes no pueden fumar a oscuras. Quienes no pueden caminando. Quienes necesitan ese golpazo del humo caliente en la parte de atrás de la garganta antes de aspirarlo. Quienes fuman hasta quemarse los dedos. No fumo antes del gusto dulzón del café después de la comida. Fumo después del sexo (Marilyn qué frase esa: “un whisky antes, un cigarrillo después”). Fumo en la cama. No fumo en ayunas. Un vicio tiene varios sub vicios, por eso es tan difícil de derrotar.
El rito básico de la agenda es cambiar los nombres que allí se quedan. Guardarlas. Re escribirlos. Un productor teatral las tiene, todas, desde hace más de 30 años en el auto y cuando le preguntan por el serial de éxitos y fracasos trae el testimonio.
La agenda es un ancla. Números. Seguro médico. Dirección. Todos los veranos (en los veranos cubro periodísticamente la ciudad del mar, Mar del Plata) el ritual de cambiar esos números y dejar, escondido en el sitio secreto de las Moleskine, el billete de un dólar.
Las agendas tienen una utilidad en aquellos pagos, con horarios de mar y otro en la ciudad, con bocinazos nerviosos del otoño invierno.
Yo sé que desde 1990 (sobre esa fecha María Julia Alsogaray actualizó teléfonos de línea con otras compañías, otros negocios, ejem) aparecieron los telefonitos y lentamente las agendas fueron desplazadas. Las uso todavía. Soy una rémora de otra cultura.
Las primeras agendas Moleskine (cuenta la leyenda) las usaban fenomenales escritores de un París hecho una fiesta, para dejar el pensamiento guardado, en cuarentena, y seguir la francachela.
Conozco dos personajes argentinos que las usan. A uno lo conozco un poquito más y no me niega el saludo, el turco Asís. Del otro sé demasiadas cosas. Ese, el otro, me dijo en el año que se fue, el 2019, al encontrarnos sobre una vereda en un por salir, por entrar a una redacción, “yo a Usted no le doy la mano, caballero…”, llenándome de un orgullo de negrito, de “cabecita”, que a él lo debe haber ensoberbecido también y seguro fue bueno para sus plumas y a mí me puso en mis cabales y también fue bueno. Igual, usamos agendas Moleskine. Para anotar ideas.
Las agendas, desde 1990 hasta ahora, las provee un amigo que viaja con una, la que usa y otra, la que trae para mí. En ocasiones, por mis propios viajes hechos, le digo no la traigas, ya la compré. Igual la trae. Es parte de sus ritos. Contra los ritos no hay disputa.
El 20 de marzo ya estaba de regreso de la ciudad con mar. Acomodaba palabras, frases para determinadas notas. Una frase es, en muchos casos, el total de una nota, de un artículo, de la novela que se viene (“La MC de Medina” su título) una novela policial donde la droga, la policía, los políticos, la prostitución y los sobres manilas en el sur de la provincia, incluyendo tiroteos, fiestas, fiestitas, casas vendidas rápidamente, gerencias que crecieron y un Fin de año inolvidable para muchos jueces y fiscales, jubilados o no, están en aquella agenda que venía con el primer salitre.
Algunos insisten en guardar en sus teléfonos los datos de la jornada. Una hija anota hasta la hora de las pastillas y las citas con meses de anticipación en su teléfono. Como dice Byung Chul Han, son un nuevo rosario de una vieja fe y le rezan del mismo modo. Es un profesor que vive en Alemania este coreano. Es otra cosa.
La agenda es parte de mis rituales. Como la tinta negra de la lapicera. Los datos de la nota que vendrá, como dije, las frases ridículas de algún político que balbucea. Soy hombre de agendas portar.
Desde el 20 de marzo el coronavirus ha destrozado las agendas.
La peste en mi pago alteró mi agenda. En cierta forma, excepto para los datos novelescos, la puso en modo inútil. No hay citas.
Las secretarias de los médicos, los abogados, los diputados advierten, con desconsuelo, que las agendas virtuales también tienen el sitio en estado de angustia, son parte, se integran dentro del verso de un tango: “un vacío imposible de llenar”.
Recuerdan la precisión que ofertan las agendas, el listado de los horarios de las series televisivas. Algunos se aferran a la ilusión de un cuento con buenos y malos en las series y películas. En las películas se aplica el dogma. Hay buenos y malos. Los filmes se dividen en clásicos. El Bien triunfa sobre el Mal. Y Neo Clásicos: el Mal se impone y ofertan “secuela” para empatar las cosas.
No es el momento para insistir, pero se insiste, ésta, la de la peste, es una pelea que trae de nuevo el eje: el Bien, el Mal.
He sostenido que la peste quitó las sábanas y nos dejó con nuestras miserias. Durante 10 años a la baja en la economía y el 40% del país es miserable.
El señor presidente, Alberto Ángel Fernández, el porteño, sostuvo que el 33% de los miserables no estaban en los registros públicos y se enojaba por ello (hay 9 millones y sólo existían 6 millones en registros).
No lo anoté en la agenda, cito de memoria. Solo dos gobernantes en los últimos 10 años y las estadísticas fallaron. Acaso no usaron agendas papel. El papel suele humedecerse o quemarse, la computadora se borra. Los pobres crecen. La pandemia quitó la sábana.
Mi agenda está destrozada de vacío. Algunos días anoto algo más de ésa novela, “La Mc de Medina”. Quien se llevó la computadora. A qué gerente le pidieron que desenchufara las cámaras del hotel, qué personaje externo acumula, desde sus plumas, entre sus plumas, estos secretos de una novela que no terminó, que sigue en agenda. En la mía y en otras. Todos capítulos por escribir
La novela inconclusa, la agenda bastante vacía, los turnos de radiografías, exámenes cardiológicos, análisis completos sin fecha cierta.
Estamos en un tiempo desatado del tiempo, como si la flecha se hubiese parado. Hasta los átomos de las piedras tienen flecha del tiempo, el coronavirus fabrica un hiato desaliñado que habría que estudiar. Voy a anotar este tema, en la página de hoy de la agenda. Algo es algo.
Si la peste en mi pago sigue arruinando la agenda, llenándola de días sin datos terminaré por decidirme. Arrancaré con la novela. Un día de estos. Sin agenda, horarios, promesas.
Parecería que al país le pasa lo mismo. Espera una agenda para arrancar. La peste nos niega la certeza de los datos, de los horarios, del porvenir programado. Sin agenda somos carne entera del principio de incertidumbre.
La peste puso las cosas con una prioridad: luche y se va (es un eslogan, es un yerro, es una realidad). El resto en un condicional: sucedería. Sería bueno que sucediese. Ojalá. Así usamos la agenda… y escribimos la novela.