Con buenos modales y untuosidad humanista, Alberto Fernández reprodujo aquellos mandatos que, en alta voz, el macho Alfa del régimen bolivariano de Venezuela, Hugo Chávez Frías impartía a sus funcionarios para despojar de sus propiedades a empresarios que les resultaban molestos o representaban ideas e intereses opuestos a los suyos. O que poseían bienes que alimentaban en el poder perspectivas de desarrollos imaginarios. Hoy sabemos, por hechos incontrastables, que en el país caribeño aquella ilusión revolucionaria ha parido los frutos más amargos.
Ahora, en la Argentina, se produce un hecho que recuerda a los procedimientos bolivarianos. Se trata de la súbita intervención del Ejecutivo Nacional de Vicentín SAIC una empresa familiar nacida hace 90 años en Avellaneda, al norte de nuestra provincia, y cuenta con una trayectoria de constante crecimiento, hoy rota por una grave situación económico-financiera que la coloca al borde de la falencia.
¿Qué fue lo que ocurrió? Sería largo de explicar, pero pueden mencionarse dos factores significativos. Por un lado, errores de cálculo propios, originados en la sobre expansión de diversas actividades productivas, financiadas con un creciente y riesgoso endeudamiento bancario. Por el otro, como factor ajeno, el crack económico del Estado en 2019, que provocó una estampida del valor del dólar y el consiguiente y exponencial incremento de la deuda contraída por la empresa. De seguido, el miedo, connatural a la situación, desató la generalizada demanda de los pagos debidos por la entrega de mercaderías, lo que generó un embudo que taponó la capacidad de respuesta de la empresa.
La situación impactó como un huracán a los productores de una amplia región, y a toda la cadena de proveedores de equipos e insumos, de diversos servicios técnicos y profesionales, y a una extensa lista de cooperativas y firmas privadas que intervienen en la cadena de comercialización de granos, muchas de ellas en grave situación y algunas en convocatoria de acreedores- por la abrupta disrupción de los pagos.
También, de modo especial, en el Banco de la Nación Argentina.
Y si bien Vicentín, como lo expresa en su comunicado institucional, ha continuado pagando a sus empleados hasta el día de hoy, el panorama mediato y futuro es oscuro, salvo que la Justicia, ante la que se sustancia su concurso de acreedores, llegara a aprobar acuerdos de quitas y esperas que pudieran aliviar sustancialmente la compleja posición financiera del grupo empresario.
En estas circunstancias, y en medio de una pandemia que empieza a mostrarse fértil para otros propósitos. El gobierno toma una decisión que sorprende a todos y que demuestra la habilidad política del kirchnerismo para aprovechar situaciones críticas y apoderarse de instrumentos que imaginan útiles para un plan estratégico de mayor rango en orden a la consolidación de su poder en un país quebrado.
La medida de la intervención de la empresa por un intempestivo DNU, en base a presuntas razones de utilidad o interés público, anunciada por Alberto Fernández, proseguirá con el envío de un proyecto de expropiación de las empresas del Grupo Vicentín al Congreso de la Nación, semiparalizado por el confinamiento social decretado por el mismo gobierno a causa del Covid-19.
La inspiradora, sentada en la mesa del anuncio junto a Fernández, fue la joven senadora mendocina Anabel Fernández Sagasti, abogada como él, y una de las fundadoras de La Cámpora en esa provincia cuyana. De modo que, por formación, ambos abogados saben que con esta decisión irrumpen en un proceso judicial en trámite -acción que menoscaba al Poder Judicial-, y vulneran un extenso número de principios y normas constitucionales. Pero eso importa poco, porque lo que manda es la política y los intereses superiores del kirchnerismo duro que, como ocurriera con la dinastía de los Capetos en Francia, tienen a su Delfín en la figura de Máximo Kirchner, para quien sus padres crearon desde el poder esa organización de jóvenes militantes en 2006. Y desde esa organización y el Instituto Patria surgió la iniciativa que daña aún más el frágil principio de seguridad jurídica en nuestro país, cuando en realidad existen soluciones más inteligentes y menos lesivas, como la alternativa del rescate de la empresa con la intervención del gobierno y capitalizaciones de deudas, que pareciera volver a tomar fuerza en las últimas reuniones.
Entre tanto, sigue en pie la propuesta, legalmente atacable, aunque políticamente astuta, de Fernández Sagasti, suerte de equivalente femenino de Amado Boudou, descubridor en 2008 de la piedra filosofal, el alquimista político que, en el caldero de la estatización, transformó en oro para el Estado los fondos jubilatorios acumulados por las AFJP. En ambos casos, detrás de los actores explícitos, aparece la figura tutelar de Cristina Fernández de Kirchner.
Fernández Sagasti (o quienes operan en las sombras) cree encontrar un hueco para filtrar al gobierno en el sector agroindustrial, y usa un atractivo Caballo de Troya para intentar capturar un primer objetivo táctico. Si sale bien, la idea es desarrollar un programa de mayor alcance -el fin estratégico- en el sector más genuino y productivo de la economía argentina; el que tiene mayor capacidad de respuesta a los estímulos y el único que puede multiplicar los excedentes exportables y, por lo tanto, nutrir de dólares a una Argentina necesitada de divisas. Como complemento operativo, se incorpora una firma con potencia simbólica: YPF Agro, una división especializada de una empresa de larga trayectoria e identificada en el imaginario ciudadano con los intereses del país.
En el plano político, se intenta lograr una carambola a cuatro bandas. En el institucional representa un nuevo y grave retroceso, porque afecta a los poderes Judicial y Legislativo, rompe normas constitucionales, y degrada aún más el andamiaje republicano que nos protege de las siempre latentes tentaciones hegemónicas.
Basta ver quiénes fueron los primeros en aplaudir la decisión para darse cuenta de cómo viene la mano. El koljóznik Juan Grabois expresó: “Argentina produce alimentos para 400 millones de personas, pero no alimenta a sus propios hijos. Gran decisión de @alferdez. Un paso hacia las transformaciones estructurales necesarias para terminar con tanta injusticia.” Podrían agregarse decenas de declaraciones de apoyo, incluida la de Fernanda Vallejos. Pero ésta, basta como muestra.
En resumen, una colección de elogios de acólitos del gobierno, con manifiestos errores conceptuales, y un desliz verbal de Grabois que anticipa pasos sucesivos en este terreno. Por fin, la incorporación de un argumento ideológico al debate, como el de la “soberanía alimentaria”. Grabois repite, sin ningún fundamento, que la Argentina produce alimentos para 400 millones de personas, frecuentado lugar común que no resiste el menor análisis, aunque sería deseable que pudiéramos lograrlo.
La mayor producción de granos en nuestro país corresponde al rubro soja, que nosotros no comemos salvo excepciones, y que se exporta como aceite crudo o como harina proteica, porque es una excelente fuente de nutrientes para el ganado (sería un tipo de alimentación indirecta para habitantes de otros países, en especial China). Una parte significativamente menor abastece a las industrias alimentaria (aceites de mesa) y farmacéutica, a través de la lecitina, una grasa vegetal que se usa como emulsionante y tiene diversas propiedades beneficiosas para el organismo humano.
El objetivo de alimentar a 400 millones de personas, que si se hicieran bien las cosas podrían ser 600 u 800 millones, requiere de un salto productivo de proporciones, la atención de demandas diversificadas a través de alimentos trazables y con valor agregado, preparados a la medida de los consumidores; y un abnegado trabajo de Relaciones Internacionales para despejar el mercado de obstáculos de diverso tipo y restricciones arancelarias y paraarancelarias. En fin, una nueva fase de la revolución agroindustrial que permitió al país pagar los sobrecostos de la política tradicional. Es posible, pero estamos lejos. Y sólo con esos mayores ingresos podremos pagar la deuda alimentaria interna con conciudadanos que integran la pavorosa masa del 50 por ciento de pobres en la población total.
No es tarea sencilla, porque hay que vencer las tramas resistentes tejidas por la nueva oligarquía argentina, integrada por segmentos de la política, la Justicia, las finanzas, jefes del narcotráfico, dirigentes sindicales y empresarios que viven de su asociación promiscua con los sucesivos gobiernos y la creciente miseria de la población.
Como frutilla del postre ideológico servido en la mesa de los argentinos, aparece el concepto de “seguridad alimentaria”, explicitado en la Declaración de Nyéléni, Selingue, en 2007, en la república africana de Malí, uno de los países más pobres del mundo, con una economía de base agrícola, una población rural cercana al 70 por ciento, y una esperanza de vida que no llega a 50 años; datos que permiten entender de lo que hablan.
Reproduzco brevemente el encabezado del documento, ratificado por uno posterior de 2015, en sintonía ideológica con el Foro de San Pablo, porque es ilustrativo del pensamiento que lo sustenta. Dice así: “Nosotros y nosotras, los más de 500 representantes de más de 80 países, de organizaciones de campesinos y campesinas, agricultores familiares, pescadores tradicionales, pueblos indígenas, pueblos sin tierra, trabajadores rurales, migrantes, pastores, comunidades forestales, mujeres, niños, juventud, consumidores, movimientos ecologistas, y urbanos, nos hemos reunido en el pueblo de Nyéléni en Selingue, Malí, para fortalecer el movimiento global para la soberanía alimentaria. Lo estamos haciendo, ladrillo por ladrillo, viviendo en cabañas construidas a mano según la tradición local y comiendo alimentos siendo producidos y preparados por la comunidad de Selingue ... Hemos dado a nuestro trabajo el nombre de ‘Nyéléni’, como homenaje, inspirados en la legendaria campesina maliense que cultivó y alimentó a su gente.”
En 2015, el Foro Internacional sobre Agroecología y Semillas Campesinas, agregó: “Las soluciones reales a las crisis del clima, de la malnutrición, etc., no pasan por conformarnos con el modelo industrial. Debemos transformarlo y construir nuestros propios sistemas alimentarios locales que crean nuevos vínculos urbanos y rurales basados en la producción alimentaria genuinamente agroecológica por parte de los campesinos, pescadores artesanales, pastoralistas, pueblos indígenas, agricultores urbanos, etc...”. En estas fuentes, que plantean algunas cuestiones dignas de análisis, abrevan Grabois y compañía.
Este resumen alcanza para entender lo que late debajo del concepto de “seguridad alimentaria”, comprensible en la terrible realidad del África subsahariana, pero inentendible en las mentes de quienes habitan una de las cinco llanuras más fértiles y extensas del planeta, máxime cuando la población mundial supera hoy los 7.600 millones de habitantes que necesitan alimentarse.