Mi amigo Miguel publica, en su crónica sobre la peste en mi pago, su crónica es la otra que se presenta regularmente, la de El Litoral y la de Perfil son las dos únicas miradas periodísticas continuas sobre este fenómeno y de qué modo incide según lo propio, que es lo que se puede sostener, claramente, en un relato. Mi amigo Miguel publica una reflexión de su sobrino.
Digo, en una guerra uno oye las bombas y, si puede, se salva, pero las oye y las ve. Hay heridos, muertos, consecuencias, edificios que se caen, cosechas que no se hacen y abuelos que no entienden el encierro como la salvación. No escribir de eso es no escribir.
Los soldados contra la Peste son los cuerpos de salud y los verdaderos soldados y la policía, que es su remedo urbano, custodios de aquellos. “Al revés me pongo el poncho”, decía mi madre que decía mi abuela Josefa Tuells de Alzugaray, con esos ojos tan celestes que me asustaban, porque se veía un mar detrás de su mirada. El mar de la costa vasca de Francia. Mi abuela Josefa daba instrucciones mirando hacia delante. “Ese chico tiene que correr, aquí dentro parece atado”.
En el primer domingo de junio, el 7 de junio, se permitieron reuniones familiares y de afectos, nadie aclaró qué o quiénes serían familiares y afectos como sujetos, como sustantivos diferenciados, pese a que “afecto” no es, precisamente, un sustantivo. La frase, textual, sostenía: “En otra etapa de la Cuarentena se permitirían reuniones familiares y de afectos”. El misterio, cuando es conveniente sostenerlo se sostiene. Sus razones tendrían para que, caída la sábana social, que eso hizo el coronavirus, discriminasen familiares y afectos.
En la que reunió a buena parte de mi familia, desde las 11 de la mañana de ese día, varios nietos de edades diferentes. La conjunción tiene lo suyo. El clásico asado, las varias ensaladas y los diversos postres sumaron a la larguísima sobremesa.
Pasada la hora de la siesta como si fuese media mañana, casi sin descanso, a la llegada del Ángelus, en ese atardecer tan de Borges en estas pampas, esos chicos estaban con el fastidio del encierro y producían lo que producen los chicos. Pedido de atención permanente y prueba de límites, qué se puede y hasta dónde se puede hacer. Los chicos son eso: computadoras creciendo que acumulan el “se puede” y “no se puede” y están encendidas todas las horas en que están despiertos con atención absoluta. Eso son.
El sobrino de Miguel escribió a su tío indicándole que salía a la plaza a fotografiar pájaros antes que se vayan. Mejor explicación de cómo los invadimos a esos pájaros y esas plazas no hay.
El nieto que me toca en la jugada dominical anunció a las 19. Es tarde, no importa lo que me digas, no importa, yo igual ahora voy a llorar.
El encierro los pone advertidos de un mundo diferente. El encierro los pone en situación de clarividencia. Se irán los pájaros y vendrá el llanto por el tanto estrés y encierro. En esa suma se sienten empujados más allá de sus propios programas de vida.
No hay en este periodista condiciones de psiquíatra, pedagogo, psicólogo y / o asistente social benévolo. Soy un escéptico que navega el cinismo cotidiano y la simulación de la esperanza. No importa.
La señal de los chicos es la de las hormigas que salen a buscar alimento antes del temporal. En mis muchos años no han fallado. Como no fallan los pájaros en el último vuelo antes que lleguen los vientos y los perros guareciéndose en el portal cuando llega el frío y la lluvia. Los pibes no manejan razones, solo reflejos y artes eternas, provenientes desde el fondo más alejado de la corteza cerebral. Algo deberíamos hacer, son muy claras sus señales. Además son permanentes. Como si la sirena del incendio no se detuviese y la que anuncia el bombardeo creciese y creciese. Desde el 20 de marzo en estos pagos, conviene recordarlo.