Cuando faltan pocos días para que cumpla 90 años, el riojano Carlos Saúl Menem agoniza en un sanatorio de Buenos Aires. Su carrera política es la más extensa de los dirigentes con vida. Y se apaga en el Senado de la Nación, en la banca que, con el apoyo de muchos y a contrapelo de normas institucionales y morales, le sirvió, por obra y gracia de fueros mal concebidos, de territorio inviollabili. Allí pudo asirse a la anilla de la inmunidad que en el medioevo concedían las iglesias, para resistir los embates de la Justicia.
Pero al margen de estas astucias propias de la política criolla, que en su acumulación histórica han producido la plaga de anomia que afecta a la sociedad argentina, hay que decir que no ha sido un hombre común, y que su actuación en la presidencia de la Nación signará para siempre los últimos años del siglo XX, época en la que los argentinos llegamos a creer que los manejos ilusionistas de la política y la economía podían darnos al fin una felicidad sacada de la galera.
Se inició en la militancia política en 1951 después de conocer en un viaje a Buenos Aires, al presidente Juan Domingo Perón y su esposa Eva Duarte. Y nunca más abandonó el Movimiento Peronista. Sufrió cárcel en distintas oportunidades, siempre bajo regímenes militares. Aún joven, abandonó la religión islámica para convertirse al catolicismo, porque sus aspiraciones lejanas de llegar algún día a la presidencia de la Nación, requerían remover primero el impedimento constitucional que le cerraba las puertas a un no católico para ejercer ese cargo.
Esencialmente pragmático, como su numen, su adhesión al peronismo estatista trocó, llegado el momento, en una ferviente adhesión a los principios y políticas neoliberales basadas en el Consenso de Washington. Y para llevarlas a cabo, una vez asumida de manera anticipada la presidencia de la Nación de manos del radical Raúl Alfonsín, cuyo mandato terminaba con una crisis económica de homéricas dimensiones, contó con la colaboración de Domingo Cavallo, pronto convertido en superministro de Economía, y de funcionarias como María Julia Alsogaray, convencida impulsora del mismo credo. Cavallo revivió la Caja de Conversión que Carlos Pellegrini había creado en 1890 y había permitido remontar una gravísima crisis financiera producida durante el gobierno de su predecesor Miguel Juárez Celman.
Antes, el urgido gobierno de Menem había tenido un comienzo con dificultades, inflación galopante y punción de los plazos fijos por el entonces ministro de Economía, el también riojano, Erman González. Pero rápido de reflejos, Menem no dudó en realizar su segunda conversión, convocó a Cavallo y abrazó la fe neoliberal, estableció “relaciones carnales” con los EE.UU. a través de su lúcido canciller Guido Di Tella, obtuvo distintos tratos preferenciales del país del norte, y en la guerra del Golfo contra Irak, envió alguna nave argentina para que con carácter esencialmente testimonial participara de la flota internacional que cercó al régimen de Saddam Husseim.
Entre tanto, la Ley de Convertilidad elaborada por el equipo de Cavallo, establecía la paridad monetaria con el dólar y creaba una impensada sensación de bienestar económico con efectos positivos en el humor social. Se privatizaban empresas públicas mal vistas por los argentinos que las sufrían a diario, llegaban inversiones extranjeras que compraban barato servicios públicos y empresas privadas incapaces de competir en una economía abierta, y el apoyo popular a Menem crecía a niveles pocas veces vistos.
El Litoral, por su parte, como el tábano de Atenas, criticaba distintos aspectos del gobierno, como el culto a la personalidad, que había reaparecido con fuerza, al punto que el vocablo “peronismo” había cedido lugar al de “menemismo”. Y, sobre todo, la manifiesta corrupción que se extendía por el país de la mano de la plata dulce.
En ese contexto, los sueños de eternización en el poder aparecieron con fuerza, expresados en proyectos de reelección sin límite. Alfonsín, aunque políticamente debilitado, reaccionó con rapidez y negoció un acuerdo que frenaba la peor de las opciones. Así nació, acotada por un Núcleo de Coincidencias Básicas, la convocatoria a la elección de convencionales constituyentes para tratar, en Santa Fe y Paraná, la reforma de la Constitución Nacional.
El texto surgido en 1994 fue aprobado por unanimidad pese a la amplitud del arco ideológico representado en la asamblea. Y, al cabo, se convirtió en el principal legado institucional que deja su larga trayectoria política, en la que menudearon los escándalos personales, la vulneración de las normas y una corrupción que quedó adherida hasta ahora a la piel de la Nación.
El hombre que, identificado con Facundo Quiroga, usaba un poncho norteño y se dejaba largas patillas que hacían juego con sus apoyos a los nuevos montoneros, terminó transformando su fisonomía, sus vestimentas y su pensamiento. Encarnó la más genuina versión del neoliberalismo en América del Sur, y vestido con sus trajes de seda visitaba con frecuencia al “amigo George” en América del Norte.
Por fin, a la hora de la caída, acosado por la Justicia, buscó refugio -hasta ahora- en el Senado de la Nación, sostenido por un nuevo cambio de posición a favor de las necesidades legislativas del kirchnerismo y el acompañamiento con el voto a las iniciativas de la “compañera Cristina”.