Sucedió. Murió un amigo. Tal vez uno de los amigos más hermanos. No fue el coronavirus sino que, en tiempos de pandemia, las muertes tienen dimensiones diferentes por variadas cuestiones. Tocaba que se muriera y sucedió. Como se dice, no en las vísperas, pero se fue.
No hay disculpas, eso somos. Pero una muerte, cuando de lo que trata la vida es de esquivarla y sucede, cuando además sucede en mitad del anuncio clarito que, quien no se cuida se muere como cualquiera, porque la peste no perdona, el asunto viene atravesado.
Una muerte en pandemia, según parece, necesita de certificaciones especiales. Los velatorios son diferentes. Los controles. Los abrazos. Su mujer, sus hijos, sus más hermanos, como yo; uff. Me agito, no le deseo a nadie la muerte, tampoco los trámites que le siguen.
Argentina es un país con organizaciones cercanas a la secta, la mafia, el monopolio. La muerte, por dolorosa, no quita su pata de los negocios monopólicos. Tal vez lo acelere. La tragedia es rápida, porque nadie está preparado para la muerte cercana, ni siquiera la avisada por los síntomas. En muchos casos sorpresiva. En todos los casos, al cabo. La vida por un día más, ése sería el eslogan del último minuto.
El aviso fúnebre, la casa de velatorios, las florerías, las necesidades de los registros civiles, que solo se entroncan con las salas “velatorias” y la facilidad para los avisos contando la desgracia, a los que se tiene rápido acceso si uno es velado de cierta forma en determinado lugar. Estimo que han dejado de alquilar lloronas y han proliferado, no sin el sesgo monopólico, las casas que vuelven cenizas los recuerdos, para llevarlos en una urna hasta algún lugar y esparcirlas. En otros casos sobre la cómoda de un living “apenumbrado”, que no es lo mismo que apesadumbrado.
La peste en mi pago dejó muchas cosas de lado, aún el ritual de los abrazos y los cuentos en el velatorio. El “te acordás…” y esperar al hermano que viene de tan lejos. En la peste las muertes son estadísticas, aparece el valor numérico y la tontera de la competencia, menos muertes, menos contagios de este lado de la vereda a diferencia de aquellos que, cruzando la calle, tienen más muescas en la culata del COVID-19, esa Magnum sin ruido. Esa Colt 45 sin pistolero en mitad de la calle. Entre las imputaciones sin resuello a la peste está es el escaso tiempo para el dolor referido, el dolor del miembro que no está pero te acongoja. La peste se lo llevó. Es injusto. Apelaremos.
Lo conocí antes de cualquier peste, apenas pasada la adolescencia y tal vez sin que se advirtiese la adultez. Allá, cuando de verdad las cosas iban camino de ida.
En muchas noches, en estos cien días de encierro por la peste, uno encuentra detalles, sonidos, en este caso canciones.
Llegado a Rosario sobre el ’60 nos juntaba cierta nostalgia pueblerina y Julio Migno tiraba dos versos, versos de un poema que se hacía canción: “tierra de indio mocoví, borracho al atardecer, no he de morir sin volver…” que tenía su contraflor con Estero, el poema de Pedroni: “Me gusta andar en el agua. Por eso soy cazador. Hay cierto canto de amor que sólo existe en el agua…” y su contraflor al resto… “adonde la ternura que se fue, donde está la dulzura del ayer, pequeño el corazón, estrella de papel, hay un niño que crece con mi fe…”, este último compuesto a medias.
La peste llena de trozos de canciones, lavarse la cabeza en el baño matinal y silbar algo rumbo a la cocina para la primera cebadura de la mañana, tan en soledad que se oye, como nunca, el chistido de la bombilla resoplada sobre la yerba ya sin agua. La peste en mi pago trajo el contralor del silencio.
Las tantas canciones vueltas moda en los streamings y youtubers no tiene más sentido que esa búsqueda del otro, del aire musical conocido y su paisaje porque algo que no se dice, porque se da por cierto y final, es que cada verso de cada canción popular tiene su paisaje, su fotografía, su escenografía que es particular y distinta, pero tan real que la pandemia la vuelve cinemascope y 4D. Tal vez 5D si hace falta.
En Velorio del Hugo decía: “ayer se amasijo un amigo que amaba la vida como yo. Hoy, a 24 horas vista de su desaparición, saldré por las cantinas a demostrar que todo es mentira, la caña, la ginebra, y su guitarrita cantando la vieja zamba del tiempo verde”, esa que decía que “lo entristecía morir en alguna primavera…”.
La peste en mi pago es más sola y más peste cuando hay una muerte cercana que no se puede llorar como se quiere y como se debía o debería... Acaso la peste, tan malvada como desequilibrada, traiga la comprensión de la congoja. A cualquiera le toca.