En “Imperio” (2000), Toni Negri y Michael Hardt planteaban que la supremacía estadounidense no se manifestaba bajo la forma de una potencia imperialista tradicional, sino que estaba dada en el rol de sede territorial y gendarme del nuevo imperio global trasnacional. Esta afirmación fue refutada por Atilio Borón en “Imperio e imperialismo” (2002), donde defendió la visión de Estados Unidos como potencia imperial tradicional.
A la vuelta de los años, desde los acontecimientos del presente, podemos pensar que uno y otro tenían una parte de la razón. Se puede entender que para ejercer el rol policía del mundo y de asiento de los organismos internacionales y el mundo financiero, hizo falta que dentro y fuera de la primera potencia se “crea” que era una potencia imperialista en el sentido clásico, a fin de ejercer el principio de autoridad.
Sin embargo, la tensión entre ser un engranaje de una estructura global y ser protagonista a la larga llevó a una crisis al interior de Estados Unidos. Porque en ese contexto se desarrollaron macrocefálicamente el complejo industrial militar y el sector financiero (en una etapa de financierización del capitalismo), en detrimento de la propia producción, que se deslocaliza para reubicarse en recónditos rincones del mundo donde la rentabilidad en dólares es menor. Así, empresas con sede americana fabrican sus productos en China (el enemigo silencioso que amenaza con birlar la primacía económica), Malasia o Vietnam; las marcas deportivas asociadas a estrellas de la NBA son manufacturadas en factorías donde incluso sólo el último eslabón de la cadena borda o pega los distintivo de marca (como narró Naomi Klein en “No Logo”) de manera que la mayoría de los trabajadores desconozcan que están produciendo para empresas de primer nivel.
Dijimos “empresas con sede americana”, porque incluso la trasnacionalización desnacionaliza a las mismas. ¿Es Apple una empresa estadounidense? ¿Es Sony sólo japonesa?
El resultado de esa deslocalización es el “Rust Belt” (“cinturón del óxido”), la antigua cuña automotriz hoy símbolo del abandono, con imágenes propias de ciudades bombardeadas. El uruguayo Fede Álvarez retrató la situación en el planteo inicial de su película “No respires”: un grupo de veinteañeros sin futuro trata de comprar su salida de Detroit robándole un dinero a un veterano ciego de Irak; los estimula saber que es el último habitante de su barrio, abandonado por la gente que abandonó la ciudad.
Otro retrato de época es “El proyecto Florida”, de Sean Baker, con las familias habitando permanentemente en moteles, a un kilómetro de complejos habitacionales abandonados tras la crisis inmobiliaria de 2008.
Donald Trump llegó al poder de la mano de la promesa de “Hacer América grande de nuevo”, repatriando empleos y tropas dispersos por el mundo. De ese lado, se ganó la enemistad de los commplejos militar y financiero. Pero del otro lado, su filiación con la supuesta “América profunda” (blanca, anglosajona y protestante) le valió la animadversión de otro país, étnicamente diverso, cosmopolita y progresista.
Por eso, la muerte de George Floyd a manos de una partida policial detonó un cóctel explosivo: una juventud sin futuro, sin “sueño americano”, se levanta contra los “rednecks” del sudeste, con sus banderas confederadas; expoliados estos también por un sistema bancario que se ha comido sus magros ingresos (también hay una película que muestra esto: “Sin nada que perder”, de David Mackenzie), como casi un siglo atrás durante el “Dust Bowl” (el “tazón de polvo”) retratado por John Steinbeck en su novela “Las uvas de la ira”.
La situación interna de la potencia americana sigue en suspenso: ¿votarán los seguidores de líderes progresistas como Bernie Sanders o Alexandria Ocasio-Cortez por Joe Biden (“amigable” a los sectores de la defensa y las finanzas) con tal de sacar a Trump? ¿Construirá eso un nuevo pacto social transitorio? Volviendo al dilema del principio, en el contexto de la nueva geopolítica (con desarrollo de China y el renacimiento de Rusia), puede que la supremacía mundial se pierda, al tiempo que ser el gendarme planetario tenga un costo altísimo puertas adentro.
La tensión entre ser un engranaje de una estructura global y ser protagonista a la larga llevó a una crisis al interior de Estados Unidos. Porque en ese contexto se desarrollaron macrocefálicamente el complejo industrial militar y el sector financiero, en detrimento de la propia producción.
La muerte de George Floyd a manos de una partida policial detonó un cóctel explosivo: una juventud sin futuro, sin “sueño americano”, se levanta contra los “rednecks” del sudeste, con sus banderas confederadas; expoliados estos también por un sistema bancario que se ha comido sus magros ingresos.