Los gurúes del mundo y la Argentina trabajan a destajo tratando de pronosticar el futuro. Pero los supuestos, aun los que enuncian los más pintados, se desmoronan más temprano que tarde. La humanidad sigue siendo parecida a lo que era antes de la pandemia, y las cuarentenas y las medidas de distanciamiento social, más allá de perturbar sin duda la vida cotidiana, no han logrado gestar cambios profundos en los seres humanos.
Hay nuevos hábitos, es cierto, muchos de los cuales probablemente queden adheridos a las conductas futuras, y un manifiesto incremento del uso de las tecnologías de la comunicación, que de seguro continuará en los días por venir. También se puede haber acentuado la conciencia ambiental. Pero el “alma” de los seres humanos no ha cambiado, aunque el miedo pudiera haber inducido reflexiones sobre el futuro del planeta y de la especie humana.
Mal que le pese a Yuval Harari, interesante analista de los fenómenos sociales contemporáneos, la solidaridad que él esperaba ver ante la expansión de la pandemia, en vez de fortalecerse se debilitó. Lo cierto es que, salvo algún gesto aislado de Alemania, que le brindó alguna asistencia a Italia en el pico de su sufrimiento por el Covid-19, el resto se abroqueló en sus fronteras, incluida la Argentina. Y con frecuencia, los extranjeros que quedaron atrapados por la amenaza del virus sufrieron maltratos que hicieron más amarga una experiencia de por sí desoladora.
El gobierno nacional fue particularmente cruel con los viajeros de nuestro país, ya que ni siquiera suspendió el cobro de la sobretasa del dólar turista, para gente que quedó por meses a la deriva. Peor aún, el odio que infecta a la Argentina calificó de “chetos” a quienes buscan viajar en meses en los que, lejos de las altas temporadas, las tarifas se reducen; y no fueron pocos los que se alegraron con las penurias que pasaban sus compatriotas en diversos lugares del exterior.
Pero si esto ocurría en nuestro país, cada vez más enfermo, también entre países vecinos se producían comentarios agresivos, confrontación que tuvo su ápice en los cruces entre los EE.UU. y China, que luchan por la hegemonía mundial, y que mostró como un patético primer actor al mandatario del país del Norte. Donald Trump, que subestimó desde el primer momento al virus, experimentó luego la impotencia de ver cómo se expandía y consumía vidas norteamericanas. Pero nunca terminó de dar su brazo a torcer, y su defensa fue un persistente ataque a China, fuente originaria del virus según la mayoría de los centros científicos.
No fue el único caso de presidentes cuya obsecación personal y su especulación política provocaron deletéreas consecuencias en los pueblos a los que dirigen. Allí están los ejemplos de Jair Bolsonaro (representante de la derecha dura en Brasil) y Antonio Manuel López Obrador (ícono de la izquierda latinoamericana en México).
Como sea, lo cierto es que la mayoría de los países cerraron sus fronteras y pusieron el foco en sus ciudadanos, mientras los extranjeros experimentaban en carne propia las duras vivencias de lo que han sentido los parias desde el comienzo de los tiempos.
Peor todavía se sintieron los que perteneciendo a un mismo país, por caso la Argentina, sufrieron amenazas difíciles de entender. Así, por ejemplo, médicos que eran aplaudidos por la población en un ritual de reconocimiento al anochecer, padecieron en diversas oportunidades acosos agresivos de algunos consorcistas a la hora de volver a los edificios en los que habitan por miedo a que pudieran ser portadores de la enfermedad. En suma, una muestra de ese doble estándar que lamentablemente nos caracteriza. Y que también se manifiesta en el plano del gobierno con supuestas ayudas que ocultan potenciales trampas económicas.
La pandemia, en definitiva, dejó expuesto lo mejor y lo peor de todos nosotros. Por un lado, es destacable la conducta abnegada del personal de salud y las fuerzas de seguridad, muchos de ellos infectados. Por el otro, es lamentable la cantidad de relaciones interpersonales rotas y el sideral aumento de los femicidios durante el largo encierro; así como los intentos políticos de liberar presos adictos y la multiplicación de los ilícitos apenas se aflojó un poco la cincha del confinamiento.
Uno de los actuales economistas destacados a nivel mundial, el turco-norteamericano Daron Acemoglu, dice que la pandemia crea una contradicción entre las libertades de la sociedad y la necesidad de los gobiernos de concentrar poder para aplicar políticas sanitarias orientadas a la preservación de la vida y, también, a la mitigación de los inevitables daños económicos que la parálisis de las actividades provoca. Es un dilema que requiere de sutiles dosis de equilibrio para evitar que la situación desbarranque hacia uno u otro lado.
En la Argentina, el kirchnerismo, convencido de que esta crisis sanitaria acelerará el fin del capitalismo, aprieta el acelerador para darle velocidad a su proyecto de lograr radicales cambios político-institucionales y económico-sociales. Sin dudas el capitalismo post pandemia experimentará cambios de distinto tipo y orden, entre otros, el avance de tecnologías sustitutivas del trabajo humano, lo que crea objetivos desafíos de organización social en el futuro. Pero apostar ahora al fin del capitalismo es, a mi juicio, incurrir en un error de diagnóstico que puede agravar todavía más la catastrófica realidad económica argentina.
En el marco del desastre económico inducido a nivel global por la pandemia, el último cálculo del FMI estima que generará una caída promedio del cinco por ciento del producto mundial. La Argentina probablemente duplique ese índice, aunque algunos economistas sostienen, que la aguja apuntará más arriba. Pero son cifras que no revelan toda la verdad, porque nuestro país arrastra años de recesión económica y el sector privado no crece desde 2008/2011. De modo que la inexorable caída de este año se acumulará a la de años anteriores y es uno de los países peor perfilados a la hora de la salida de la pandemia y el rebote de la economía mundial.
Por ahora sólo contamos con un desesperado autofinanciamiento a través de la moneda espuria que emitimos sin pausa. Y que no es mayor, porque hace rato que suenan las alarmas de un recalentamiento de este recurso sin respaldo, que implica la destrucción sistemática del valor real del peso. Es un proceso dramático porque no alcanza para mitigar el cierre de empresas y la sostenida pérdida de puestos de trabajo producidos por el congelamiento de la economía.
Por eso, causa asombro la insólita jugada ensayada por el gobierno nacional en medio de una pandemia inmovilizadora, para apoderarse de la empresa Vicentín SAIC, con base histórica en el norte santafesino. Sin sustento constitucional, sin fundamentos creíbles de utilidad pública y sin recursos genuinos para adquirirla por la vía de una expropiación inexplicable, ha generado una vasta manifestación de rechazo, incluso por parte de muchos acreedores de la firma en el concurso que se sustancia ante el Juzgado Civil y Comercial N° 2 de la ciudad de Reconquista.
El gobierno enarbola para justificar su intervención, la deuda de la empresa con el Banco de la Nación Argentina, que asciende a 18.500 millones de pesos, la misma suma que, actualizada con intereses, debe Cristóbal López por el apoderamiento ilícito de impuestos correspondientes al Estado en la venta de combustibles, causa que tiene un grado de avance mucho mayor y sobre la que las autoridades nacionales no dicen una palabra. Es todo demasiado obvio, grosero e injusto.
Por otra parte, lo que el gobierno intenta hacer con Vicentín envía un mensaje poco analizado y tácticamente erróneo a los acreedores del país, ya que las situaciones son comparables (la diferencia es que Vicentín tomó deuda para expandir actividades y mercados, en tanto que la Argentina lo hizo para cubrir gastos corrientes, lo que es mucho más grave). Además, el reventón financiero de Vicentín fue causado por las zigzagueantes políticas económicas del Estado. Si la implacabilidad del gobierno frente a la deuda de Vicentín con el BNA fuera replicada por nuestros acreedores, el país está condenado al default y a un infierno económico difícil de predecir en términos de padecimientos ciudadanos. Otra vez aparece el doble estándar que nos quita credibilidad y toma forma de autoatentado.