Ellos se encargaron de contar la historia con lujo de detalles. Habrá que decir que el inicio estuvo en aquél minuto 35 del segundo tiempo, cuando Gareca marcó el gol ante los peruanos empujando la pelota que le bajó Passarella de cabeza. Ibamos a un repechaje, pero ese gol nos clasificó directamente. Las críticas arreciaban sobre Bilardo, el equipo no ayudaba con sus producciones y hasta el gobierno —no Alfonsín sino sus mandos inferiores— amagaba con meterse en las decisiones y empujar a un cambio de entrenador. Grondona, con la firmeza de un gran “estadista”, se “bancó” los cachetazos. Y Bilardo —hoy peleando con el coronavirus— empezó a pergeñar un equipo que fue mutando y creciendo con el transcurrir del campeonato. Del 4-3-1-2 inicial fue cambiando hacia una “revolución táctica”. Tres atrás con dos volantes por los costados con mucha disciplina para el retroceso (Giusti y Olarticoechea). El Negro Enrique entró para hacer el trabajo de interno, al lado de Batista, liberando así a Burruchaga-Maradona-Valdano para que se conviertan en una trilogía temible del medio hacia adelante. Sin posiciones fijas, rotando y ocupando espacios, aparecía Valdano quitando pelotas en la puerta del área de Pumpido o Ruggeri desbordando por algún lateral. Ese equipo tenía orden y virtuosismo. Bilardo le sacó el jugo a todos. Y lo hizo a partir de la misma premisa que lo había llevado a descollar con su Estudiantes en 1982, cuando juntó a Ponce, Trobbiani y Sabella, todos buenos jugadores de fútbol, con manejo de pelota y calidad.
Esa historia que ellos se encargaron de contar con lujo de detalles no estuvo exenta de dificultades. Por eso, aquéllo de que “lo que cuesta vale” y que “primero hay que sufrir para valorar lo conseguido”. Se fueron a una gira previa y debieron suspender un partido después de una pésima actuación. En Barranquilla se produjo aquélla famosa reunión, todos encerrados en una habitación. Se dijeron de todo y algo más. De ahí, directamente a México. Fueron los primeros en llegar y los últimos en irse. Bilardo había llevado a Borghi, Bochini y Trobbiani. Se nota que la idea era armar un equipo con muchos jugadores de buen pie. A esos tres les costó. O en todo caso, los otros que entraron fueron determinantes para no salir. La cuestión es que con el avance del torneo —fundamentalmente a partir de la segunda fase— el equipo fue creciendo. “Somos una manga de perros, no podemos tirar ni una pared”, dijo Maradona en aquella famosa charla después del amistoso con Junior en el novel Metropolitano de Barranquilla. Se metieron en la concentración del América. Nada de lujos. Hasta improvisaron un lugar para armar cuartos desmontables para que entraran todos. Apenas un solo teléfono —y público— para hacer llamados a Buenos Aires. El Negro Enrique no tenía botines y Maradona le consiguió un par. “Alambraba que no se me rompieran”, contó. Y fueron pasando los partidos. Con Uruguay se ganó por poco y debió ser por más. Con Inglaterra, Maradona jugó un partido de “11” puntos y ante Bélgica también. Faltaba Alemania, el último paso.
Fue una final con todos los condimentos. La épica de alguien que fue como suplente y terminó metiendo un gol decisivo para ser campeón. Es que el titular no era Brown, sino Passarella. “Se echó solo, él decía que no podía jugar con Bilardo siendo de Menotti. Yo también era de Menotti, pero fui campeón del mundo con Bilardo”, dijo Maradona. Antes de empezar, Passarella se quedó afuera por un virus. Y apareció el “Tata”, que en ese momento no tenía club (como Tarantini en el ‘78). Su cabezazo abrió la cuenta. Y después, se “sacó el hombro” y siguió jugando. Faltaban 35 minutos para terminar el partido. El doctor Madero lo fue a atender y le dijo a Bilardo: “ojo, no está bien”. Brown lo escuchó y le dijo: “Ni loco salgo, rompéme la camiseta y meto el dedo ahí para mantener quieto el hombro”. Y así jugó más de media hora. Ganábamos 2 a 0 y los alemanes nos empataron. Faltaba poco. Maradona era muy marcado y no podía repetir esas actuaciones excelsas de partidos anteriores, hasta que recibió la pelota detrás de la mitad de la cancha y le metió un pase estupendo a Burruchaga. Todavía se recuerdan su pique y la forma en que el “Tanque” Briegel intentó cortar ese avance. La definición fue sensacional y el estallido se escuchó en todo el planeta.
¡Argentina campeón del mundo! Una historia que se escribió con letras mayúsculas en la altura, la humedad y el calor de México. Un equipo que se “inventó” desde los obstáculos y el descreimiento, pero que supo respetar —con la impronta de su entrenador— la tradición del fútbol argentino. Tuvo a un Maradona brillante, único e irrepetible. Pero también tuvo a un equipo que lo respaldó, lo acompañó y lo potenció.
Me parece francamente inconducente, inútil y poco valorable, definir a la actuación de Maradona diciendo que “si hubiese jugado en cualquier otra selección, esa selección era campeona del mundo”. Las valuaciones hipotéticas, tan comunes en el fútbol, no tienen el sustento de la realidad. Forman parte de la utopía. Maradona fue el mejor jugador de ese Mundial y, en su tiempo, fue el mejor jugador del mundo. Hizo el mejor gol de la historia y posiblemente su actuación haya sido la mejor, individualmente hablando, superando a otros grandes como el propio Pelé en ese 1970 de fantasía brasileña. Pero es injusto desvalorizar el aporte de un equipo sólido que sustentó el éxito.
Por eso, muchas veces cuando se hace la también inútil comparación entre Maradona y Messi, subestimando la brillantez de este último sólo por el hecho de no haber sido campeón, crece aquél aporte colectivo que sustentó a la genialidad del “10”. Es posible que Messi no haya tenido su habitual deslumbramiento en los mundiales como lo tuvo Diego, pero también es cierto que esa ayuda colectiva que recibió Maradona, le faltó a Messi. Se le acercó en el 2014... ¡Y qué cerca estuvimos!