Por Carlos Catania
Algo falla en el mecanismo conductor de la época. Reina la inquietud. Pese a toda la ensalada de “terapias” recomendadas para “sentirnos bien”; pese a ese criterio bastardo que determina que “el pasado fue mejor”.
Por Carlos Catania
Lo sabemos, lo sentimos hasta el hartazgo, lo padecemos: algo falla en el mecanismo conductor de la época. Decimos “de la época”, pero las huellas del pasado coinciden. De manera que uno se inclina a considerar que nosotros, los llamados seres humanos, nos hemos mantenido inalterables desde las noches de los tiempos. Reina la inquietud.
Pese a toda la ensalada de “terapias” recomendadas para “sentirnos bien”; pese a ese criterio bastardo que determina que “el pasado fue mejor”; pese a los tentadores abismos del ocio y a las huidas (físicas o mágicas) de una realidad contundente, no dejamos de considerarnos víctimas.
Tal parece que la tozudez, la costumbre, la necedad y el miedo son nuestros escudos destinados a menguar las esporádicas chispas rebeldes (“¡veré qué puedo hacer para evitar convertirme en ratón!”) que de tanto en tanto iluminan nuestra visión del mundo haciéndonos sentir responsables. No obstante, en general, reina el silencio, el lavado de manos, acentuado personalismo, el ya gastado lugar común de la adicción a los chupetes electrónicos (los lugares comunes, en ocasiones, derivan en placenteros mitos, así como ciertas verdades no son más que el error en que todos coinciden). Me pregunto si no estamos sufriendo los efectos de una pandemia innominada.
Ya lo sabemos: intoxicación, embriaguez de imágenes, pasión por “comunicar” al Otro aspectos florecientes de nuestra vida mediante fotografías; ducha diaria de información (ya que todo “debe comunicarse”: robos, asesinatos, dolores íntimos, divorcios, catástrofes, gallineros políticos, etcétera). Entonces domina la sensación de que nunca podremos fundirnos con una realidad a la que, por otra parte, consideramos enemiga hasta de nuestros sueños.
Pero quizás la defensa más recurrente sea el rechazo de esa realidad, lo que se ha considerado moral y políticamente sospechoso. Para no caer en moralinas, recurro a una metáfora: el hombre ha expulsado al niño. Le ha dicho: “adiós, tengo otros llamados; debo incorporarme a lo que ya está. Veo las altas torres, los valles de fuego y, en una enorme extensión, las siluetas de una humanidad danzante. Soy uno de ellos, así que chau”. (Puedo oír el crujir de sarcasmos).
Se propone lo anterior como un punto de partida y, aunque no ignoro la dosis de utopía que rige tales argumentos, en trabajos anteriores he tratado de fundamentar estas reflexiones que coinciden, en parte, con el aporte de otros escritores desde luego más importantes que este servidor.
Le comenté a un amigo lo que pensaba acerca de lo que se ha dado en llamar “las estrategias narcisistas de supervivencia”, de las que hablaré en otra oportunidad, por la curiosa relación que tiene con el asunto del Niño (con mayúscula), pero no logré interesarle. Al contrario: se rió. ¿Era una de esas personas que desprecian lo que no entienden? ¿O era yo? Como siempre, pongo en duda mis pensamientos; se me ocurrió, como introducción al tema, contarle lo siguiente: paseaba con mi señora, al atardecer, por la costanera de una ciudad marítima y vimos, sentada en el malecón, de espalda a nosotros, a una familia (padre, madre, hija adolescente y un niño), de frente al mar, inmóviles, como atrapados por la bellísima puesta de sol. Cuando nos sentamos cerca de ellos, comprobamos que los cuatro tenían sobre sus rodillas un celular y la mirada fija en él.