José Luis es un comerciante pyme santafesino que apunta a sus 60. Dice con amargura que “entró al club del millón”, en referencia a los cheques que quiere, pero la cuarentena no le permite respaldar. Su local tiene mercaderías pero carece de compradores; canalizó su angustia haciendo hidroponia en la terraza. Logró autoabastecerse de verduras y hortalizas. Además comparte con amigos y vecinos, y está pensando en armar una verdulería “boutique” para que su hijo tenga horizonte en un país que los agobia.
La pasada semana en Buenos Aires, los “curas villeros” de La Matanza emitieron un duro documento denunciando al Estado ausente. La pandemia ha logrado contrastar como nunca las “injusticia social histórica”. Espantados los punteros por el virus, incumplidas las promesas de hospitales y ambulancias y con mentirosos test que son encuestas sin kits para anabolizar estadísticas, la dolencia social le da escena a Sergio Berni, arma en mano ante las cámaras. Se engrandece el rostro de la miseria política. Mejor dicho de algunos miserables sirviéndose de la política.
En la íntima vereda de enfrente, siempre a nombre de los pobres que dice representar, Juan Grabois es uno entre muchos de la estructura creciente de los que reclaman plata al Estado -que sale del pago de impuestos- para redistribuir en justas causas. También plantea la expropiación de 50 mil parcelas a la oligarquía, para poder entregárselas en propiedad a los pequeños productores.
Héctor Huergo le ha respondido alguna vez que hasta el comunismo abandonó el modelo de producción sin escala, que por lo demás mataría de hambre a más gente de la que supuestamente salvaría. El editor de Clarín Rural le ha observado además que se puede hacer comida sin tierra productiva, con hidroponia. El sur de España con su “mar de plástico” (cultivos bajo mediasombras en medio del desierto); la mejor estructura de los holandeses en bajíos ganados al mar, son ejemplos de comida y desarrollo a partir del mérito de la organización empresaria, que da empleo más comida de calidad. Y genera divisas. Y paga impuestos.
Nada impide que una organización cooperativa promovida por el Estado avance en una iniciativa de ese tipo. Pero las culpas siempre son “del otro”. ¿No era que la patria es el otro?
Encerrada en la progresiva anomia endogámica, buena parte de la clase dirigente argentina insiste en redistribuir sin generar riqueza. Una simple ecuación matemática, verificable en la historia, permite demostrar que cuanto menos contribuyentes haya, más débil es el Estado en su capacidad de procurar Bienestar. Sólo un prejuicio ideologizado y especulativo puede concebir que el mérito es enemigo de la solidaridad.
Ha dicho el presidente Alberto Fernández al presentar el plan Argentina Construye: “Tampoco es verdad que la meritocracia existe, porque una persona muy inteligente nacida en la pobreza no tiene las mismas posibilidades que un mediocre nacido en la riqueza”. Agregó que “Entonces, no es problema de méritos, es un problema de oportunidad”.
¿Y acaso el asistencialismo, tal como se practica agotando las exiguas arcas de un Estado quebrado, mejora la oportunidad? El Inta tuvo en 2001 en Plan Huerta; ahora reparte semillas pero son pocos los que se anotan, incluso los que saben que eso existe. El gobierno calma la conciencia de su relato con esa iniciativa hermosa pero desestructurada; las colas están en los bancos tras los billetes recién impresos. Pan para hoy.
Está pendiente en el país el Régimen de Regularización Dominial para la Integración Socio Urbana. A diferencia de la reforma agraria que propone Grabois -o de la expropiación de Vicentin- , es una norma votada por unanimidad que espera financiamiento para regularizar territorios en las “villas miserias”. Es un buen paso demorado, porque para eso no hay plata, porque cae la recaudación de impuestos.
La Argentina es un país en el que la coherencia es la inconsistencia. Un país sin presupuesto, donde el gobierno a sola firma siempre encuentra una justificación para postergar la solución estructural. Los jóvenes para la liberación pueden preguntar qué pasó con el Plan Lote, o por qué se diluye el Plan Abre.
Mientras tanto, a más asistencialismo, menos mérito y más pobreza. No hay razón para que el modelo del argentinísimo Padre Opeka -que considera indigno el reparto de plata- siga exiliado en Madagascar o recluido en alguna excepción en Campana. En rigor no hay justa razón. Tal vez su planteo esté condenado a recorrer el exilio de la música de Piazzolla para que nos emocione y nos represente en nuestro territorio, para que deslumbre en el mundo entero.