Por Mercedes Viola
Agunos de los juegos de cumpleaños estaban ideados, inconscientemente, para que algún niño se hiciera mal y se terminara la fiesta: sacrificar a uno para liberar a todos.
Por Mercedes Viola
Parte del programa de la infancia, era frecuentar fiestas infantiles y no me gustaban. Recuerdo con tristeza ese olor a papas fritas y globos, los niños que corren bien vestidos y sudados, arrebatando la mesa de vez en cuando, las madres que sonríen con las bocas un poco pintadas.
Luego del caos inicial, la llegada de los invitados, el regalo y los agradecimientos, algún hermano mayor -sospecho pagado en estupefacientes- organizaba los juegos. En ese momento yo buscaba algún rincón donde esconderme y no lo encontraba, porque siempre hay alguna madre atenta (sádica) cerciorándose de que ningún niño se escape.
Algunos de los juegos estaban ideados, inconscientemente, para que algún niño se hiciera mal y se terminara la fiesta: sacrificar a uno para liberar a todos. No hay otra manera de explicar las carreras de embolsados. Consistían en avanzar saltando a piesjuntillas con las piernas adentro de una bolsa de arpillera, y llevando algo con una cuchara en la boca (¡con una cuchara en la boca!) mientras alrededor la niñedumbre aplaude e incita.
Luego, si el espacio era apto, se jugaba a la escondida. Un juego de excesiva fatiga física, donde solo vencían los expertos velocistas en 30 metros llanos. Los demás estábamos destinados a contar y no hubo nunca, en la historia de las fiestas infantiles, un gran contador condecorado; aunque hubieran contadores impávidos que se alejaban muchísimo de la base, los héroes eran los escondidos velocistas. Lo bueno de ese juego era la posibilidad de encontrar un buen escondite y no salir hasta que se terminara la fiesta y alguien gritara tu nombre para llevarte a casa.
La búsqueda al tesoro tenía buena prensa y uno sentía esa cosquilla mental de saber leer los indicios. Finalmente no era todo aptitud física. El tema es que el tesoro era siempre un fiasco: cosas comestibles o fácilmente olvidables. Me dirán que lo importante era el viaje y no el destino, la búsqueda y no el tesoro. Disiento. Era una tomada de pelo, quizás la primera de todas las que vendrán, el molde inicial del desencanto. Te crean una emoción que va creciendo con papelitos escondidos, frases cortas como poemas herméticos, se te enciende el deseo y la búsqueda, y cuando finalmente lo encontrás, el tesoro es un puñado de caramelos Sugus o un broche para el pelo.
El peor de todos los juegos era el baile de la silla. Juego horrendo. Para quien no lo conozca porque le tocó nacer en una época de fiestas infantiles no menos desgraciadas, de castillos inflables de plástico y desocupados sin alegría ni magia que contratan como magos, les cuento en qué consiste. El hermano mayor trae el pasacassette con una música horrible para niños (los músicos para la infancia creen que los niños tienen muy mal gusto) y dispone en circulo 8 sillas, alrededor de las cuales correrán 9 niños. El número es aleatorio, basta que haya siempre un niño más que el número de sillas. Inicia el juego: cuando el hermano pone música, los niños corren alrededor de las sillas (siempre correr). Cuando el hermano detiene la música, todos se tienen que sentar, y uno -que no tiene silla- quedará parado. El que queda parado sale del juego; se saca una silla, y se recomienza. Así sucesivamente hasta que quedará uno solo sentado.
No sé si éste juego entraba en la categoría “sacrificar uno para liberar a todos” (he visto guerras para ganar la silla que ustedes humanos no pueden imaginar), o si era una estrategia de formación de futuros managers de los años 80, pero ahí ya se leía el futuro. Estaban los que corrían titubeantes, siempre amagando a sentarse; los que te rompían la ropa para sacarte la silla; los que paraba la música y seguían corriendo y después se quejaban; y por último -y jamás serán los primeros- estábamos los que en la primera ronda nos quedábamos parados de gusto poniendo cara de incapaces. Esto te garantizaba que estabas afuera por ley, y que hasta que no terminara ese juego, nadie te obligaría a jugar a nada. A mí, con mi pequeña dignidad infantil, andar peleando por una silla me parecía de cuarta.
Si tanto te molestaba podías no jugar, me dirás. ¡Claro que podía no jugar! Pero un niño que no juega a juegos alarma a los adultos. Ya me había pasado en segundo grado, cuando la señorita Adelaide le escribió una nota a mi madre señalando que jugaba poco. Hubiera querido responderle que me divertía observando cosas, como por ejemplo, que su dentadura postiza no le abrazaba bien las encías y que la tintura le manchaba la piel atrás de las orejas. Pero no lo hice, me limité a saltar un poco al elástico en los recreos con cara de “mire señorita maestra, cómo me estoy divirtiendo”, esperando que el tiempo pase y la infancia se termine.
Y se terminó la infancia pero las fiestas infantiles son fantasmas que perduran, los velocistas siguen corriendo bien vestidos y sudados, los contadores cuentan sin gloria, y cuando se presenta el juego de la silla, con mi pequeña dignidad infantil aún intacta, me voy con la música a otro lado, a fumar un cigarrillo en algún bar, a mirar la gente que pasa.
La silla que te pertenece, no quiere que pierdas la elegancia peleando para ganarla. La silla que te pertenece te sueña y te busca y te espera junto a alguna mesita anónima del mundo hasta que te ve llegar, y se abraza feliz a tus caderas.