“...Yo la quise, muchachos, y la quiero. Y jamás yo la podré olvidar. Yo me emborracho por ella. Y ella quién sabe qué hará. Eche, mozo, más champán, que todo mi dolor, bebiendo lo he de ahogar. Y si la ven, Muchachos díganle, que ha sido por su amor que mi vida ya se fue...”. El “Laucha” Garate tomó el micrófono en medio de la cena del festejo, en un salón del hotel Sierrasol en Carlos Paz. “La última copa”, ni más ni menos que el tango que inmortalizó Carlos Gardel, era una especie de cábala de aquéllos humildes muchachitos que fueron acunando sus sueños de gloria desde bien abajo, desde aquél mismo momento en el que comenzaron a entrenar sin agua caliente en los vestuarios y en medio de una crisis económica con pocos precedentes, en un club por entonces gobernado por el síndico Ricardo Tenerello y que luego formó una comisión directiva con figuras de distintos extractos políticos, que habían acudido en busca del “salvataje” de su querido Unión.
La euforia de ese 13 de julio por la noche, en la helada Carlos Paz y con el histórico ascenso consumado, era desbordante. La gente se volvía a Santa Fe plena de alegría, pero el plantel se quedaba a pasar la noche y a armar aquella caravana del día siguiente que desbordó todas las expectativas. Esa noche no podía faltar “La última copa”. El Laucha tomó el micrófono, sus compañeros se levantaron para rodearlo y convocó a Angel Malvicino al centro de la escena. “Que de la mano, de Malvicino, todos la vuelta vamos a dar...”, era uno de los cantos que atronaba en el 15 de Abril en cada uno de esos partidos que se jugaban a cancha llena, junto a “...Es el equipo, del Cabezón”, o el tradicional y varias veces repetido “Vamos, vamos los pibes...”.
Desde el mismo instante en que Garate empezó a cantar, con el coro eufórico, emotivo y también “desafinado” (¡qué importaba!) de sus compañeros, lágrimas de alegría invadieron el rostro de ese hombre serio, muchas veces imperturbable, que imponía respeto y hasta intimidaba. Don Angel comenzó a llorar como un niño. Feliz, exultante, eufórico. La hazaña estaba consumada y le devolvía a Unión la categoría de club de Primera, justamente un año después de aquella debacle económica, deportiva e institucional que lo amenazaba seriamente.
Algunos durmieron algo, la mayoría no. La noche se hizo larguísima. Recuerdo una larga charla de madrugada en el lobby del hotel junto a Carlos Trullet, el profesor Oscar Mazza (otro hombre fundamental en aquél logro), algunos dirigentes y también algunos jugadores. Nadie quería que esa noche termine, pero al otro día había que partir a Santa Fe. Era el momento de iniciar la caravana de la gloria. La hora indicada era las 8 de la mañana. Nadie, absolutamente nadie se imaginaba lo que iba a ocurrir unas 8 o 9 horas más tarde...
Hasta San Francisco, todo relativamente normal. Allí, rápido almuerzo y a ocuparse de ultimar detalles. Se abrían las puertas del club para esperar al plantel y dar la vuelta olímpica. El trayecto hasta Santa Fe se hizo interminable. ¿Cuánto duró?, ¿tres horas?, ¿cuatro? Los 130 kilómetros parecieron muchísimos más. En cada pueblo, en cada cruce de rutas, habían multitudes. El Litoral estaba allí, en el mismo micro. Los jugadores se abalanzaban sobre las ventanillas. Recuerdo la imagen de una señora mayor arrodillada en el medio de la ruta con el rosario en sus manos y lágrimas en los ojos, con el gorrito rojiblanco y persignándose al paso del micro. La emoción producía estallidos en los corazones de cada uno de esos chicos que estaban amaneciendo a la vida, que se habían criado en el club, que habían soportado injusticias, privaciones y sacrificios. Aún en su inocencia y desparpajo juvenil, estaban comenzando a comprender lo que habían hecho adentro de una cancha.
El cruce de la 19 con la autopista fue apoteótico. Primera imagen del caos que se venía. Cientos de autos esperando para encolumnarse detrás del micro; y multitudes que habían convertido la ruta en un estadio. “Por favor, decile a Chiche Flamini que le ordene al chofer del micro que no se meta por López y Planes, sino que vaya por Perón y encare en contramano el bulevar para entrar al club. Si no, ¡no llegan más!”, fue el llamado que este periodista recibió de Marcelo Martín, uno de los dirigentes de aquél momento. El querido Chiche había quedado al mando de aquella delegación en el regreso. Cuando el micro, después de largos minutos de tránsito por la autopista, encaró por Perón, la algarabía y la euforia allí adentro se convirtió en silencio. Todos contra las ventanillas mirando lo que pasaba afuera... Y llorando... Lloraban todos, desde los más sentimentales hasta los más duros, desde los hinchas tatengues desde la cuna como Marzo, Cabrol, “Patita” Mazzoni, el “Negro” Pereyra, Clotet, Eduardo Magnín, Perezlindo, Lautaro Trullet, “Cachito” Vera, Lucho Zavagno y algunos otros que se escapan a la memoria tantas veces ingrata e injusta, hasta los que habían aprendido a querer al club desde el primer día que atravesaron sus puertas, como la “Araña” Maciel, la gran figura de aquella revancha dramática contra Instituto.
Lloraban todos... Ni siquiera le escapaba a las lágrimas Carlos Trullet, ese entrenador serio, de rostro pétreo, que fue armando un equipo que terminó siendo su orgullo, hecho a su imagen y semejanza, como él quería y como él soñaba. Carlos acuñó aquella frase de la “revolución social” que causó esa consagración. Porque fue eso, enorme sentido de pertenencia en los jugadores y romance apasionado con la gente, más la capacidad del cuerpo técnico y el fortalecimiento institucional a partir de la irrupción de esos dirigentes que se encolumnaron detrás de la figura de Malvicino para sacar a Unión de terapia intensiva.
En el estadio, 25.000 personas... Afuera, muchísimas más... Adentro del micro, el silencio que presagiaba el estallido y que era el exacto sonido de la emoción de todos... Lo que siguió, permanece vivo y activo en la memoria de todos los que estaban esperando el regreso... Desde que el coche entró al playón hasta que el estadio explotó de euforia al observar a los jugadores que empezaban a dar la vuelta olímpica, pasaron apenas unos pocos segundos... Esos chicos habían cometido la “travesura” más linda de su vida: hacían felices al pueblo tatengue... Y descubrían, en toda su dimensión, de qué se trata la gloria.