En un país desesperado, el presidente confiesa que no cree en un plan. Sin embargo avanza con precisión quirúrgica en elucubradas parábolas que trazan su apariencia por una curva y despliegan sus actos por otra contrapuesta. La directriz inequívoca lleva a elocuentes objetivos, siempre contrapuestos al enunciado.
En Quilmes y Mar del Plata, sendos jubilados que no eligieron ser atacados o incluso torturados, han reaccionado matando con armas de fuego a miembros de barrabravas que salen en bandas, integradas incluso por algún liberado a nombre de la pandemia. Coros en sintonía con el relato -y en amordazada distonía con los ecuménicos derechos humanos- proclaman el encierro de los viejos y sermonean la victimización de los delincuentes.
Mientras Uruguay exhibe con legítimo orgullo el resultado de la responsabilidad civil, el gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, ofrece plata para que los enfermos asintomáticos de coronavirus se autoacuartelen para no contagiar a sus prójimos. El encierro medieval a cambio de dinero -como un queso en el fondo de la jaula- es la confesión del fracaso; el gobierno se pretende encarnación del Estado presente, travistiendo con monedas su incapacidad.
El Banco Central ordenó imprimir denominadores de $ 5.000, a fin de contar con el único recurso disponible para financiar la pandemia. Ya volcó al mercado más de $ 1,4 billón en billetes “fresquitos” que potencian el riesgo macroeconómico. El poder político bicéfalo hizo recular a la autárquica autoridad monetaria y puso en escena una repetida ilusión inocua: más circulante de baja denominación, “para que la gente no se de cuenta”. El país sin moneda, atormentado por la falta de divisas, usa dólares para importar pesos en inexorable depreciación.
Para preservar a la empresa y el trabajo nacional, se anunció la expropiación de Vicentin. La reacción de ciudadanos y de los propios acreedores obligó a pergeñar una nueva estratagema; el fideicomiso diseñado por Omar Perotti -el gobernador reconoce que no tiene la plata para el salvataje- exige la salida de los dueños que tampoco pueden pagar. Acaso espera en el final de esa alternativa una corporación política que desprecia al campo, dispuesta a pagar con bonos a plazo de un Estado quebrado. Los productores podrían recibir dinero constante si la salida fuera una venta a inversores en el marco del concurso. Por extranjeros que eventualmente fueran, sostendrían el trabajo y la empresa.
“Nadie que tenga un mínimo de ética vive en paz en una sociedad en que cuatro de cada 10 son pobres. Ahora, ¿cómo sacamos a esa gente de la pobreza? Yo conozco un solo remedio: la inversión, el empleo”, dijo Alberto Fernández ante al Consejo de las Américas. Mientras tanto, los intendentes del conurbano piden la estatización de Edesur -otra vez a manos de un Estado nacional quebrado- para un distrito provincial que le debe a la distribuidora privada las conexiones “sociales” y que ya tiene inversiones nacionales en otros servicios esenciales, todo pagado por el resto del país. La provincia de Buenos Aires se lleva además el 50 % de las transferencias no automáticas del gobierno nacional a sola firma. Federalismo inverso, voluntarismo sin ley, más pobrismo asistencialista
El compromiso presidencial de sanear el fuero penal federal, para que la intervención política no desaloje a la justa causa, tiene un inminente proyecto de ley. Está diseñado para que la mayoría legislativa de circunstancia degrade la Constitución; los expedientes por corrupción se secuestrarían a sus jueces naturales, en arrogancia equiparable a la de los gobiernos de facto. La presión de un acusado sector de la corporación política, golpea sin argumentos legales para que la jefatura de los fiscales quede en manos de un allegado a Horacio Verbitsky. Proclaman una Justicia ciega, donde la ceguera es virtud; en su lugar ponen un enceguecido relato que, por lazarillo, usa un perro con olfato atrofiado.