Sospecho que vivimos en el lado opaco de la vida, que pasamos nuestra existencia terrenal adormilados, como hipnotizados, habitando un mundo prosaico que otros se han encargado de montar hace mucho, quizás miles de años.
Alguna vez me dijo que la gente ahuyentaba cierta presencia etérea que insistía en comunicarse, y cuya amistad él consideraba primordial. Yo observaba al observador. Desde antaño.
Sospecho que vivimos en el lado opaco de la vida, que pasamos nuestra existencia terrenal adormilados, como hipnotizados, habitando un mundo prosaico que otros se han encargado de montar hace mucho, quizás miles de años.
La suerte o el destino ha puesto en mi camino un puñadito de casos excepcionales; ciertas personas que parecen haber logrado familiarizarse con la otra cara, con el lado virtuoso de la vida o, al menos, bien saben de su existencia. En esa liga juega Rafael.
Como los insectos de la noche hacia la luz del farol, Rafael Mayo se sintió instintivamente atraído por la soledad. Desde niño, supo comprender que no se trataba de un deseo pasajero, ni de un refugio ocasional fruto de un momento de introspección.
Alguna vez me dijo que la gente -incluso los más cercano- ahuyentaba cierta presencia etérea que insistía en comunicarse, y cuya amistad él consideraba primordial.
Yo observaba al observador. Desde antaño.
Fui su compañero en la escuela primaria y recuerdo, claramente, que solía poner distancia, miraba desde lejos a sus compañeros. Tomaba nota (aún antes de aprender a escribir) de ciertas actitudes de los mayores.
Y se perdía...Sí, se perdía constantemente obligando a su familia a buscar ayuda para encontrarlo.
Los pibes de nuestra edad terminamos por acostumbrarnos. Bien se sabe que, en los primeros años, la conciencia humana es más flexible, pero los adultos, los adultos no.
Parientes, maestros y allegados a la familia, terminaban sistemáticamente por sentirse molestos, vigilados, hasta interpelados por un niño; un demonio de rulos castaños que optaba por retirarse y observar.
Pasé muchos años, más de treinta, sin tener noticias de Rafael Mayo pero, hace cinco otoños lo encontré en una esquina de Boulevard.
Fue él quien llamó mi atención un miércoles de abril, por suerte o por destino, es que seguro yo no hubiera podido reconocerlo.
Sé que vivía en Barranquitas pero pasaba sus tardes caminando con su perro, en la zona lindera a la cancha, al oeste de la ciudad. Yo al principio buscaba excusas, pero ahora, a la distancia, puedo confesar que pasaba para hablar con él. Una vez por semana desviaba para encontrarlo en el cantero central.
Se convirtió en mi maestro y, como tal, llegó a mí cuando más lo necesitaba. Por eso, para no olvidar detalle, desde hace un tiempo me dedico a escribir cada uno de nuestros encuentros.
El que aquí les traigo es sólo un extracto de uno de los primeros, posiblemente el que captó definitivamente mi atención.
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